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Amando de Miguel

Las armas y las letras: el liderazgo político

Definitivamente, todo viene a ser la vieja política. Orwell tenía razón.

Definitivamente, todo viene a ser la vieja política. Orwell tenía razón.
Agencia ICAL

Un disciplinado equipo de historiadores, militares y científicos sociales ha levantado un libro muy atractivo: Liderazgo estratégico en España, 1475-2018. Lo coordina Agustín Guimerá (Madrid: Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado, 2019). Si las palabras no fueran cantos rodados que se desgastan por el uso continuo, en lugar de "líderes estratégicos" hablaríamos mejor de "caudillos militares". Ya es tarde para la propuesta léxica, puesto que la guerra se transmutó en defensa y al final en paz. Definitivamente, todo viene a ser la vieja política. Orwell tenía razón.

A propósito de la empresa que digo, me gustaría echar mi cuarto de espadas sobre el controvertido asunto del poder político, la forma más general de liderazgo sobre una nación.

Se acepta la creencia de que "faltan líderes", pero resulta un tanto falaz. Es una forma edulcorada de reconocer que muchos poderosos al frente de diversas organizaciones son por lo menos incompetentes y por lo más corruptos. El argumento es un desahogo por parte de la gran mayoría a la que toca solo obedecer, vivir de su trabajo y pagar impuestos. El juicio tampoco resulta del todo objetivo, pues aquí interviene la envidia, esto es, el despecho por el suceso de una persona que trata de destacar.

En sentido estricto, los líderes no solo son los que influyen decisivamente o tienen ascendiente o prestigio sobre la población. Son más bien los que mandan de modo efectivo en una organización, al final en la sociedad autosuficiente que llamamos nación. Una apreciación tan realista como esa no excluye tampoco que los mandados (ciudadanos, contribuyentes, personas del común) puedan expresar algún tipo de presión para juzgar la conducta de sus dirigentes. Se puede llegar así hasta el punto de destituir al líder o al menos a debilitarlo. Es el caso extremo de un caudillo que, aun habiendo acumulado un extraordinario poder, puede ser derrocado como consecuencia de las protestas del pueblo que lo sufre. Lo que sucede con más frecuencia es que se alza otro líder que aspira a suceder al caído.

Otra creencia muy general es que "los líderes nacen, no se hacen". Falso. Claro está que se dan ciertas características biográficas o de personalidad que parecen probar la hipótesis de que algunas personas han nacido para mandar. De manera más frecuente, se atribuye esa cualidad a las personas que se sitúan por herencia ante las circunstancias propicias para llegar a mandar. Sea como fuere, se trata de una idealización un tanto sesgada. Los rasgos distintivos del líder se los coloca el grupo que es dirigido. Por lo mismo, los individuos del común pueden cansarse del líder por mucho que sea aceptado al principio. Lo que ocurre es que, una vez que se ha instalado un líder en el poder, las organizaciones todas despliegan una especie de inercia por la que retienen a los que mandan por encima de sus merecimientos o sus logros. Ahí habría que situar la ley de hierro de las oligarquías de R. Michels. Es decir, el tirón oligárquico (mantenerse en el poder a trancas y barrancas) es común a todas las organizaciones, no digamos si nos referimos a una nación con un déficit democrático. Es el caso de la España actual; ¿para qué vamos a engañarnos?

¿En qué consiste la operación de mandar sobre un grupo cualquiera? Básicamente en desarrollar con acierto la capacidad de hacer favores a los demás, de modo especial a los que rodean al líder. La forma más aceptable es la de dispensar nombramientos. El líder busca que agradezcan tal despliegue o al menos que reconozcan su liderazgo. Esa interacción puede ser interpretada maliciosamente como paternalismo y, aún peor, como nepotismo y corrupción. De ahí que se considere esencial al ejercicio del poder la legitimidad; esto es, la creencia por parte de los gobernados o dirigidos de que los líderes se hallan capacitados para su función y no se van a exceder en favoritismos. Cuando la prueba de legitimidad obtiene una buena nota se puede concluir que el líder ha conseguido un cierto carisma especial. El verdadero carisma no es una gracia o regalo de nacimiento; se detecta después de llegar al poder y seguir mandando.

Hay varias formas de legitimidad. Cuando el grupo es la nación entera y el líder se extrae de un proceso electoral mínimamente limpio y regular, se dice que se trata de una legitimidad democrática. Se aplica menos a otros tipos de grupos (iglesias, ejércitos, empresas, asociaciones de diversos tipos), por la sencilla razón de que el ejercicio democrático es el resultado de una convención que solo se puede predicar de un conjunto nacional. La democracia empresarial o de cualquier otro grupo no pasa de ser una cándida metáfora. Incluso la legitimidad democrática de una nación tampoco se logra sin la interferencia de muchas instancias oligárquicas. Se trata siempre de distintos márgenes de tolerancia para la diversidad.

En el mundo actual se valora mucho la legitimidad de ejercicio. Dicen los ingleses: the proof of the cake is in the eating (la bondad del guiso se aprecia al comerlo), equivalente a la conseja castellana, igualmente culinaria: "Al freír será el reír". Esto es, el éxito de un líder solo se verifica si al final consigue sus objetivos y sobre todo si los dirigidos aprecian el resultado. No parece un logro fácil. De ahí que el líder gaste muchos recursos en lo que se puede llamar propaganda y admite muchos equivalentes más presentables.

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