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Amando de Miguel

Las palabras pueden provocar un daño injusto

En mi opinión, el Gobierno se equivoca al considerar que los independentistas catalanes lo son solo 'de boquilla'.

Durante los últimos meses hemos asistido en España a una especie de farsa política. Los representantes del Estado en Cataluña avisan de su propósito de promover la independencia de su región. El Gobierno del Estado proclama que no hay necesidad de repeler tal iniciativa, pues las palabras no delinquen, y ante todo está la libertad de opinión. No estoy de acuerdo con una postura tan blanda o incluso tan cobarde por parte del Gobierno.

Una vez más, el error reside en plantear la cuestión en estrictos términos jurídicos. Claro es que en el Derecho Penal hay que hacer más caso a las acciones que a las palabras, pero estas últimas también cuentan. No hay más que recordar el delito de injurias o calumnias, aunque sea de difícil prueba. En los últimos tiempos se ha tipificado el delito de enaltecimiento del terrorismo o el delito de odio racial o religioso. Se entiende que son ilustraciones del principio de que la palabra intencionada puede hacer un daño injusto. Especialmente en el reino de la política, las palabras muestran un gran valor. Unamuno propuso que el Parlamento se designara como "Palabramento". En la tradición hispánica, el pronunciamiento consistió en el efecto de golpe de Estado, de cambio de régimen, que se derivaba de pronunciar solemnemente un nuevo orden institucional.

En la vida privada las amenazas verbales del esposo o equivalente hacia su mujer constituyen un delito como tal, aunque lo más grave es que se consideren como indicio de malos tratos. Hay veces en que las amenazas o insultos ni siquiera se expresan con palabras sino con el lenguaje corporal. Es el caso de pitar el himno nacional (sobre todo cuando está el Rey presente) o quemar la bandera de España.

Recientemente hemos visto en Cataluña cómo se prodigaban carteles en los que se consideraba a los políticos no independentistas "enemigos del pueblo" y se animaba a la población a tratarlos en consecuencia. Parece una donosa interpretación del principio democrático de la libertad de opinión.

Se suele citar el caso extremo del espectador con ánimo de juego o burla que grita "¡fuego!" en medio de una multitud que se ha congregado en un acto público. El ejemplo típico es el de una fiesta en una discoteca abarrotada de jóvenes bulliciosos. La broma podría provocar una estampida y muchas muertes por aplastamiento. Desde un punto de vista estrictamente jurídico, el bromista no podría ser considerado como homicida, pero tampoco se puede sostener moralmente que sea inocente.

La polémica se resuelve al considerar que los conflictos o los daños sociales no se deben tramitar solamente según la lógica de jueces, fiscales o abogados. Los españoles hemos soportado un exceso de juridicismo en la vida pública a lo largo de nuestra historia. "Lo que no está en los autos, no está en el mundo", decían los jurisconsultos romanos. Sin embargo, todos sabemos que hay más cosas en la vida real que no pueden ser tratadas solo con un criterio jurídico. Lo que ocurre es que los políticos más eminentes suelen ser abogados. Además, a los jueces los tratamos de señorías. Está bien ese respeto, pero la realidad social es muy compleja y caben otros muchos pareceres. Bien está la apelación a las leyes y los códigos, pero también cuenta el ejercicio del puro sentido común.

A lo que voy. En mi opinión, el Gobierno se equivoca al considerar que los independentistas catalanes lo son solo de boquilla. Ya sé que las palabras no son el equivalente de la realidad, pero constituyen una parte importantísima de ella. Por algo el hombre es el animal parlante.

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