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Amando de Miguel

Trenos sobre el envejecimiento

La gran tristeza del envejecimiento personal es asistir al fallecimiento de algunos parientes, amigos o conocidos, y no digamos si tenían menos años que uno. Por ejemplo, Eduardo Fungairiño.

La gran tristeza del envejecimiento personal es asistir al fallecimiento de algunos parientes, amigos o conocidos, y no digamos si tenían menos años que uno. Por ejemplo, Eduardo Fungairiño.
Pixabay/CC/StockSnap

El envejecimiento de la población española (cada año empiezan a registrarse más óbitos que nacimientos) es el suceso colectivo que más debe preocuparnos. En el plano individual, el hecho de envejecer debe conllevarlo cada uno con la mayor dignidad posible. Acaso pueda valer este parvo testimonio de un grafómano valetudinario.

No hay una definición objetiva de cuándo empieza uno a envejecer. Un indicio seguro es el momento en que los amigos y conocidos con los que uno se topa empiezan a decirte con cariño: "Oye, te veo muy bien" o "Por ti no pasan los años". Dichosos los ojos que así nos ven. El viejo hace alarde de los años que tiene; bueno, de los que ya no tiene.

Lo anterior es una apreciación subjetiva, pero hay indicios objetivos más fiables. Está el síndrome de las gafas sucias. El viejo que no quiere reconocer que lo es se asombra de que, una y otra vez, cree tener las gafas sucias. Se dedica a limpiarlas con fruición, hasta que se percata de que tampoco estaban tan sucias. Simplemente, a partir de cierta edad se va perdiendo vista de forma paulatina pero inexorable, a pesar de la inevitable operación de cataratas.

Con los años también se pierde oído. Sin llegar a la sordera, el viejo empieza a dejar de percibir el agradable sonido de la lluvia o el canto de los pájaros, entre otros plácidos acordes de la naturaleza. Los otros sentidos, sin entrar en detalles, también van declinando de forma silenciosa e inmisericorde. Por ejemplo, el viejo se lamenta de que distintos alimentos, antaño tan sabrosos, ahora no sepan a nada, por mucho que parezcan suculentos. De nada vale sazonarlos mucho.

El viejo (ahora dicen "el mayor", como si fuera un comandante del Ejército inglés) arrastra una última ignominia por parte del Estado dizque de Bienestar. Un fino podría considerarla como estafa. Durante muchos años la llamada Seguridad Social le fue quitando pequeñas retenciones de su sueldo para dárselas ahora en forma de munificente pensión. Solo que, antes y ahora, con cada paga, el Fisco le retiene el consiguiente impuesto. La estafa legal consiste en tener que contribuir al erario dos veces por lo mismo.

Bien es verdad que los mayores gozan ahora del privilegio de acogerse a ciertos viajes turísticos fuera de temporada a precios reducidos. Pero resulta que el envejecer consiste en que se reduce mucho la apetencia de viajar, hasta llegar a un radio de los desplazamientos próximo a cero. Puestos a sufragar viajes con dinero público, mejor sería hacerlo con los jóvenes. El traslado es para ellos una buena inversión con vistas a la mejor productividad.

No es menos cierto que, al llegar a la vejez, se descubren nuevos placeres, como el gusto de releer algunos libros que uno atesoró durante la larga etapa activa. No digamos el supremo gozo de escribir ese libro que quizá nunca se llegue a publicar.

Está todo dicho sobre la divertida paradoja de que el viejo va diluyendo el recuerdo de los sucesos recientes para recuperar el de los que tuvieron lugar en su infancia. Sin embargo, qué gran paradoja es el olvido completo de lo que ocurrió en los primeros tres años de vida, precisamente los que se fijaron en un cerebro por estrenar.

La gran tristeza del envejecimiento personal es asistir al fallecimiento de algunos parientes, amigos o conocidos, y no digamos si tenían menos años que uno. Por ejemplo, Eduardo Fungairiño. Sobrados son sus méritos, pero tengo para mí que no se ha destacado en los obituarios el más raro y valioso: era un hombre culto.

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