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Antonio Robles

La ideología del cambio climático mata

Hay que volver a pensar la relación del hombre con la naturaleza, pero no desde ciudades habitadas por niños de 50 años amamantados por Walt Disney.

Hay que volver a pensar la relación del hombre con la naturaleza, pero no desde ciudades habitadas por niños de 50 años amamantados por Walt Disney.
Bomberos luchando contra un incendio. | EFE

Tiene razón nuestro presidente: "El cambio climático mata". Efectivamente, Pedro Sánchez dio en el clavo cuando sentenció en Zamora después de visitar la Sierra calcinada de la Culebra: "El cambio climático es la causa del fuego". Lo dejó aún más claro tras visitar el infierno de Extremadura: "Mata personas, mata nuestro ecosistema, nuestra biodiversidad y destruye los bienes más preciados del conjunto de la sociedad que se ve afectada por estos incendios, sus casas, sus negocios o su ganado". Más razón que un santo. Una evidencia a la altura de quien mira el dedo cuando le señalas la luna.

Nunca una certeza empírica contradice con tanta contundencia la aseveración retórica. Efectivamente, el cambio climático mata, pero no su hipotética existencia, sino su ideología. Las altas temperaturas y las sequías, provengan o no del cambio climático, favorecen los incendios, pero no necesariamente los causan.

Lo que realmente mata es la ideología del cambio climático que lleva a las administraciones y sus normativas ambientalistas a impedir a los agricultores y ganaderos administrar nuestros montes, pastos y bosques con perspectiva de vida. La suya y la del medio que se la garantiza. Una simbiosis que ha conservado nuestros bosques, manantiales, sembrados y pastos vivos y sanos durante siglos. Una simbiosis que no excluía su amor por la naturaleza ni por el ecosistema que les garantizaba su sustento. Nunca nada ha garantizado mejor la biodiversidad que el beneficio mutuo. Pura sostenibilidad natural.

Es la ideología del cambio climático, y no el cambio climático en sí, lo que impide limpiar nuestros bosques; es la ideología del cambio climático la que, prohibiendo desde su perspectiva urbanita cualquier actuación sobre el bosque, provoca un incremento de la biomasa y, si se dan circunstancias adversas, lo convierte en una bomba de combustible.

Un ejemplo vale más que mil palabras: a finales del pasado siglo, en un lugar paradisíaco del Parque Natural de los Arribes del Duero y Tormes existía un vergel de olivares y viñedos descepados por normativas de la UE en nombre de las cuotas vitivinícolas. Antes de aquella sentencia de muerte para la pervivencia de cientos de familias a un furtivo le dio por incendiar los Arribes de Fermoselle todos los veranos durante siete años seguidos. Cada noche la misma pesadilla, pero ni su empeño ni su locura lograron arrasar más que pequeñas parcelas abandonadas por sus dueños. El pueblo entero era un cortafuego: viñedos arados, olivos aislados de zarzas y matorrales, caminos delimitados por paredones y montes limpios de biomasa tan nociva para los incendios como necesaria para chimeneas, panaderías y forraje para el ganado.

Nunca fueron necesarios bomberos externos a la zona, los propios agricultores y ganaderos supieron defender su modo de vida sin las sobreactuaciones a que nos tienen acostumbrados las autoridades actuales maniatando y desalojando de sus pueblos a la gente.

Muchos años después, el monte de encimas, robles, enebros, alcornoques, matorrales de jaras, zarzas, piornos, chumberas, retamas y todo tipo de maleza y barceo se ha ido espesando, adueñándose de todo y convirtiéndose en una bomba de biomasa. El fuego de 2017 ya se llevó buena parte de la zona, y ahora, cuando contemplas desde las fallas imponentes de los Arribes del Duero y el Tormes ese bosque intocable, tiemblas. Cualquier mal rayo, un descuido, o medio hijo de satanás resentido con el mundo puede convertir ese paraíso en un infierno. En minutos.

Esa misma sensación la he tenido desde hace muchos años cada vez que me pierdo por la Costa Brava de Tossa de Mar, llena de calas maravillosas y bosques de pino mediterráneo mezclados en una simbiosis casi perfecta con pequeñas casitas de verano. Entran escalofríos solo pensar que un día un loco le prenda fuego. No hay salida, ni para el monte ni para los cientos de casitas y sus habitantes. Aún estamos a tiempo. Hay que volver a pensar la relación del hombre con la naturaleza, no desde ciudades habitadas por niños de 50 años amamantados por Walt Disney, sino por ciudadanos que viven del campo y lo aman. No se trata de oponerse a la protección de nuestros bosques, sino de hacerlo de otra manera.

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