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Cristina Losada

Agoreros y gregarios

La decisión de la Comunidad de Madrid de no imponer la obligatoriedad en todas partes y circunstancias es correcta. Incluso loable. Pero políticamente arriesgada.

La decisión de la Comunidad de Madrid de no imponer la obligatoriedad en todas partes y circunstancias es correcta. Incluso loable. Pero políticamente arriesgada.
Sánchez y sus ministros, en La Moncloa. | EFE

Era sabido, o eso parecía, que al finalizar el confinamiento y levantar restricciones iba a haber nuevos brotes. No hay virus que se vaya de vacaciones. Éste, desde luego, no. La idea de que el calor veraniego podía mantenerlo a raya se ha ido desvaneciendo. La tregua que conceda el verano hay que ponerla en el haber del aire libre. Se debe a que podemos estar más tiempo al aire libre, en vez de en espacios cerrados y poco ventilados. La aparición de nuevos casos y brotes era, en todo caso, previsible. El nudo de la cuestión está en si hay o no hay capacidad para detectarlos y controlarlos a tiempo.

La situación actual está muy lejos de la que vivimos en marzo. Sólo hay que ver dónde está el indicador (Rt) y dónde estaba. Pero los datos van por un lado y las percepciones por otro. El impacto del tsunami de primavera quizá no haya convencido a todo el mundo del peligro que representa este coronavirus, pero ha dejado como secuela el temor a una repetición. Más que el temor, el augurio. "Volverá a pasar lo que pasó" es la frase del momento. Muchos ven ya en el horizonte la segunda ola, como si estuviera claro qué es una segunda ola. Una de las cosas que parece que no hemos aprendido es que queda mucho por aprender.

La pregunta de si están preparadas sociedades como las nuestras para hacer frente a una situación que requiere cambios y restricciones en los comportamientos individuales de forma constante por largo tiempo sigue ahí, todavía sin respuesta concluyente. En cambio, sí parece que podemos avanzar que en nuestro país falta una de las condiciones imprescindibles para disponer de esa capacidad. Porque los primeros que no creen que la tengamos son ciudadanos españoles. Muchos o pocos, está por determinar. Aunque hay un indicio al respecto: el apoyo a la obligatoriedad de las mascarillas.

El respaldo a la decisión de imponerlas como obligatorias en la gran mayoría de las comunidades autónomas obedece a la percepción de que si no nos obligan no lo hacemos. Más aún, y peor aún, se estima que sin la amenaza de una multa no habrá nada que hacer. Una porción significativa de españoles cree que no sirve de nada apelar a la responsabilidad individual, y que sólo entendemos el palo y tentetieso en forma de sanción gubernativa. Y siempre hay casos que ayudan a confirmar esa creencia. El gregarismo adolescente los suministra a diario. Pero fuera de esos recalcitrantes inmaduros, incapaces de ajustar sus conductas a una nueva e inédita situación, ¿hay algo que demuestre que los españoles necesitamos la amenaza de un castigo para ponernos, por ejemplo, la mascarilla? Seguramente no. Pero los datos irán por un lado y las percepciones por otro.

La decisión de la Comunidad de Madrid de no imponer la obligatoriedad en todas partes y circunstancias es correcta. Incluso loable. Pone el acento donde hay que ponerlo, en la responsabilidad individual, y muestra confianza en los ciudadanos. Prácticamente todas las demás han optado por desconfiar. Pero la posición de Madrid, que casi tiene el carácter de un experimento, es políticamente arriesgada. Cualquier brote de dimensión notable se achacará a que no obligaron a usar las mascarillas. Y allí donde hay tendencia a considerar irresponsable al individuo la hay a desplazar toda responsabilidad a la autoridad.

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