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Cristina Losada

Los votan por desagradables

Aquello que me repele de los Donald Trump del mundo es, precisamente, lo que gusta a sus admiradores.

Aquello que me repele de los Donald Trump del mundo es, precisamente, lo que gusta a sus admiradores.
EFE

Me complace coincidir con Miss Manners. Miss Manners es la columna de etiqueta de la periodista norteamericana Judith Martin, y en la pieza que le he leído en el Atlantic dice algo muy lúcido. Yo misma, modestia aparte, lo venía barruntando desde hace algún tiempo y desde la intuición de que aquello que me repele de los Donald Trump del mundo es, precisamente, lo que gusta a sus admiradores. Porque no apostaría un maravedí a que Trump, Le Pen y otras fuerzas de la naturaleza populista cuentan con fervientes legiones de fans en razón de que llevan en su programa medidas proteccionistas, vetos a la inmigración, rupturas de acuerdos de libre comercio o rupturas con el euro y la UE. Y es que no apostaría a una explicación tan racional del tirón de un político y de un partido ni en tales casos ni en otros.

En su columna, Miss Manners se preguntaba por qué muchos ciudadanos eligieron a un presidente de los Estados Unidos que de forma descarada, incluso orgullosa, rompía con la expectativa de que los políticos se ajusten, al menos en público, a los cánones de conducta que rigen en sociedad. Cualquiera que haya seguido con alguna atención a Trump en campaña y ahora, en su estreno presidencial, tendrá noticia de su querencia por el insulto, la ofensa, la mofa y, en suma, por transgredir, entre otras, las reglas de la civilidad. Esto que algunos, y él mismo, pregonan como una rebelión contra el corsé de la corrección política, otros lo reducimos a simple (o no tan simple) rebelión contra el corsé de la urbanidad. Sea como fuere, el hallazgo de Miss Manners era éste: no le eligieron "a pesar de esa conducta", sino que le eligieron por ella.

Estos nuevos políticos con trazas caudillistas que dicen liderar una revuelta del pueblo contra las élites no atraen por la ruptura con lo convencional que representan sus promesas, sino por la ruptura con lo convencional que demuestra su comportamiento. Su gancho no está en los programas, en las promesas, en la letra pequeña de los discursos, todo lo cual termina por ser hojarasca que se lleva el viento. Su gancho es cómo son. Es su manera de comportarse, es su personaje público lo que lleva a sus admiradores a identificarse con ellos y, sobre todo, a creer que tienen lo que hay que tener para resolver lo que hay que resolver.

Su lenguaje contrasta con el lenguaje político más común, ése que busca contentar al mayor número de votantes posible, procura enemistarse con el menor número de votantes posible y llega al extremo en esos políticos convencionales y profesionales que son capaces de hablar largo y tendido sin decir absolutamente nada. Ni dicen ni transmiten. La escuela de los Trump va en dirección contraria. Lo suyo es hablar clarito, no tener pelos en la lengua, decir lo que les da la gana y como les da la gana, dar (virtuales) puñetazos en la mesa y mucha, mucha caña. No hablan politiqués, no tienen buenos modales, desprecian los convencionalismos y se ufanan en agraviar a enemigos y rivales. No gustan, en fin, porque se hagan querer. Gustan porque son desagradables.

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