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EDITORIAL

Los que quieren prohibir el Kinder

Que desde 1974 no haya habido ni un solo niño que haya sufrido las peligrosísimas consecuencias de un arma tan letal como es el Kinder Sorpresa no va a impedir a los parlamentarios alemanes robarles a millones de personas el placer de consumirlo.

En un mundo occidental que parece haber olvidado que el mundo no es una cuna sino un lugar donde existen riesgos y en el que muchas de las mejores cosas que pueden pasarnos requieren, precisamente, que corramos esos riesgos, los ciudadanos miramos con demasiada frecuencia al Estado cuando ocurre un accidente, como si tuviera la responsabilidad de evitarlo siempre y en todos los casos. No es que a políticos y burócratas les importe, claro. Es una de las mejores vías para aumentar su poder sobre nosotros. Así, pasito a pasito, se termina llegando al extremo de proponer la prohibición de los conocidos huevos de chocolate Kinder Sorpresa.

Habrá a quien le sorprenda semejante propuesta, especialmente cuando es defendida por el partido liberal alemán (FDP), que de esta manera demuestra tener poco de liberal y mucho de intervencionista. La excusa argüida es que los niños no pueden diferenciar entre el alimento y el juguete. Pero en las más de tres décadas que lleva el producto en el mercado no se ha conocido ni un solo caso de un niño que se haya asfixiado o intoxicado por ingerir el juguete o la cápsula que lo contiene. O saben diferenciarlo perfectamente, o sus padres lo hacen por ellos. Y es que aunque los niños no sepan que meter los dedos en el enchufe es peligroso, quienes los cuidan y quieren lo mejor para ellos sí, y es su misión protegerles de los peligros… o dejarles caer en algunos de ellos, según consideren que es mejor en su formación. Y sin duda, y en general, lo harán mucho mejor que ese poder impersonal y frío que es el Estado, que ni los conoce ni les importan.

Desgraciadamente, esta absurda medida, que probablemente sea aprobada por los parlamentarios alemanes, resulta perfectamente coherente con el camino que lleva recorriendo nuestra sociedad desde hace demasiados años. Un recorrido que ya se veía venir Tocqueville en 1835, cuando advirtió del peligro que podría conllevar la democracia a largo plazo: "un inmenso poder tutelar" cuya autoridad sería como la de un padre "si su objetivo fuera, como aquella, preparar a los hombres para la edad adulta", pero que, sin embargo, lo que buscaba era "mantenerlos en una perpetua infancia". A un Estado así, que “garantizara la seguridad de los hombres, previera y atendiera a sus necesidades y facilitara sus placeres”, concluía el genial pensador francés, "¿qué le queda sino ahorrarles a todos la preocupación de pensar y la angustia de vivir?"

Y es que por más que resulte natural el deseo de evitar todos los riesgos de la vida, intentarlo no sólo eliminaría nuestras libertades, sino que ni siquiera podría evitarlos todos. En el camino, nos quedaríamos sin muchas de las cosas que nos hacen disfrutar de la vida. Que desde 1974 no haya habido ni un solo niño que haya sufrido las peligrosísimas consecuencias de un arma tan letal como es el Kinder Sorpresa no va a impedir a los parlamentarios alemanes robarles a millones de personas el placer de consumirlo.

Cuando cada vez se escuchan más voces sobre la progresiva infantilización de nuestra sociedad, de la irresponsabilidad de segmentos cada vez más amplios de la misma, deberíamos tener cada vez más claro que es el resultado natural de tratar a los adultos como niños. “Una noche, cuando aún estaba en los brazos de la niñera, quise tocar la cafetera, que estaba hirviendo alegremente”, contaba el escritor británico del siglo XIX John Ruskin “La niñera me lo hubiese impedido, pero mi madre dijo: 'Déjale que la toque'. Así que la toqué... y esa fue mi primera lección del significado de libertad”. Los liberales sabemos que no todos los frutos de la libertad son beneficiosos, y que ampliarla llevará a muchos a tomar decisiones equivocadas. Pero es la única manera de que los seres humanos seamos realmente adultos. Porque sin libertad tampoco hay responsabilidad. Son dos caras de la misma moneda.

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