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EDITORIAL

Niza, otra batalla perdida

Europa siempre ha sido una sociedad abierta para quien esté dispuesto a asumir sus valores. Pero debe ser inflexible en la persecución de quien quiera atacarlos.

Mohamed Lahouaiej Bouhlel asesinó este jueves a 84 personas que disfrutaban de los fuegos artificiales del 14 de julio en Niza. De esta manera, el Paseo de los Ingleses de la capital de la Costa Azul francesa se suma a la trágica lista en la que ya figuraban la sala Bataclan, la sede del Charlie Hebdo, el Aeropuerto de Zaventem o la discoteca Pulse en Orlando. En el último año y medio, todos estos lugares han sido objeto de ataques firmados por el terrorismo islámico.

Cada uno de estos atentados ha sido diferente en sus detalles. Algunos fueron obra de lo que los expertos llaman un lobo solitario; otros implicaron células bien organizadas y coordinadas, con conexiones directas con la dirección del Estado Islámico; y en algunos no están claros todos sus detalles. Pero todos tienen un denominador común: son ataques del islamismo radical contra Occidente, parte de un proyecto dirigido a socavar los principios sobre los que organizamos nuestras sociedades.

Después de cada atentado, surge la habitual retahíla de frases políticamente correctas de los bienpensantes de guardia. Que si el Islam no es una religión violenta, que si no se puede meter en el mismo saco a todos los musulmanes, que si no están claros los motivos de los terroristas, que si Occidente tendría que repensar su política en Oriente Medio, que si la pobreza está en la raíz de este fenómeno… Algunas de estas aclaraciones son directamente absurdas (nadie cree que todos los musulmanes sean terroristas y es obvio que es precisamente la población de Irak o Siria la más afectada por la locura criminal del ISIS), pero otras son mucho más peligrosas. Determinadas afirmaciones parecen ir dirigidas a buscar una justificación (o explicación) que se acerca mucho a la culpabilización de las víctimas o a lanzar una cortina de humo que oculte los dos hechos básicos en los que coinciden todos los atentados: son obra de islamistas y son dirigidos a países occidentales democráticos precisamente por esta condición. Ni lo de Orlando fue un atentado homófobo ni los asesinatos del Charlie Hebdo se dirigieron contra esta revista sólo por las caricaturas de Mahoma.

Queramos verlo o no, lo cierto es que nos han declarado una guerra. Y las guerras no se ganan con palabras dirigidas a convencer al enemigo, ni con interpretaciones de Imagine rodeados de velas, ni con hastags en Twitter, ni siquiera con manifestaciones. Todas las muestras de solidaridad con las víctimas son bienvenidas: deben saber que estamos con ellas, compartimos su dolor y les acompañamos en su búsqueda de justicia. Pero las guerras se ganan en el campo de batalla, con pistolas, tanques y aviones. Atacando a los terroristas allí donde se creen más seguros y asumiendo que eso puede causar bajas en nuestras propias filas. Hay que explicar a los ciudadanos europeos que harán falta más medios, que será caro y peligroso y que las de Niza no serán las últimas víctimas. Suena duro decirlo, pero ocultar la verdad sólo servirá para que sea más complicado alcanzar una solución que siempre será precaria.

Lo que el atentado de este jueves demuestra es que conseguir la seguridad absoluta es imposible. Si un miserable se sube a un camión y se lanza contra una muchedumbre reunida hay poco que pueda hacerse para evitarlo. Pero eso no quiere decir que debamos quedarnos inmóviles.

La última década del siglo XX generó en la sociedad occidental una falsa sensación de seguridad, política y económica, con un crecimiento sostenido y la expansión de la democracia en los cinco continentes. Ahora ya sabemos que no podremos vivir de las rentas y que tanto la libertad como la riqueza de la que disfrutamos deben ser cuidadas y abonadas cada día. Frente al radicalismo islamista, que quiere acabar tanto con nuestras libertades civiles como con los frutos de la prosperidad, no valen atajos ni componendas. La lucha no será fácil, pero debemos y podemos ganarla.

Eso sí, hay que volver a recuperar aquello que hizo grande a Occidente: la democracia liberal, el imperio de la ley y el Estado de Derecho. Europa siempre ha sido y debe seguir siendo una sociedad abierta para quien esté dispuesto a asumir esos valores. Pero también debe ser inflexible en su persecución de quien quiera atacarlos. El relativismo multiculturalista nos debilita y fortalece al adversario. Ni un paso atrás en materia de principios. En Niza, los malos han ganado una batalla. Otra más. En días como éste, de luto, dolor y sufrimiento es cuando hay que recordar que los buenos, cuando se han aferrado a sus valores más sólidos, siempre han ganado las guerras.

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