Cada vez que un aforado se enfrenta a la Justicia se oyen argumentos que defienden la institución diciendo que constituye más un perjuicio que una ventaja. Técnicamente, lo es. El aforado tiene que conformarse con una sola instancia. De manera que, emitido un único y último fallo, no hay posibilidad de recurso. En cambio, el resto de los españoles, si no están contento con lo resuelto, pueden recurrir. De modo que la gente de a pie somos unos privilegiados y los aforados, unos pringados.
No entiendo cómo nadie puede defender este argumento con seriedad. Es como pretender que es más afortunado quien no tiene dinero que el que lo tiene porque éste ha de dedicar tiempo y esfuerzo a invertirlo, guardarlo, conservarlo y, en el mejor de los casos, gastarlo. En cambio, quien no lo tiene disfruta de mucho más tiempo libre al no tener que ocuparse de cosas tan prosaicas.
Para empezar, el aforado que quiera más instancias puede tenerlas renunciando o dimitiendo del cargo que le otorga el aforamiento. Y sin embargo casi ninguno lo hace. En segundo lugar, ser juzgado por los más altos tribunales de la nación o la región es, sobre el papel, garantía de un juicio más ecuánime porque se supone que quienes juzgan son los más preparados. Ahora bien, todos sabemos que éste no es el debate. Los aforados que tienen que responder ante la Justicia no se aferran a su aforamiento porque crean que los magistrados de un alto tribunal son más competentes. Lo hacen porque esos magistrados están donde están gracias a ellos. Ser juzgado por quien debe el cargo al justiciable constituye una indudable ventaja. Que se lo digan si no a Pepiño Blanco, cuya causa de tráfico de influencias en lo de la gasolinera fue archivada por el Tribunal Supremo echando virutas.
Y luego, además, lo de la instancia única es en la práctica mentira. Porque, en el caso de que la única instancia se equivoque y condene al aforado, siempre se puede recurrir al Constitucional, cuyos magistrados también son nombrados por los aforados. Allí hay costumbre inveterada de revocar sentencias del Supremo poco convenientes o incómodas alegando inconstitucionalidades extravagantes que sin embargo son indispensables para justificar su competencia. Esto hace que el Constitucional sea al Judicial lo que el Senado al Legislativo, un tribunal de segunda lectura donde enmendar los errores del Supremo.
Así que el problema no es si el aforamiento es o no un privilegio, que es discutible. El problema es que lo es sin duda cuando a los magistrados de los altos tribunales los nombran los aforados. No es por tanto el aforamiento lo que le quita calidad a nuestra democracia, es la ausencia de una genuina división de poderes. Así llevamos desde 1985 y, a pesar de las muchas veces que nos han prometido arreglarlo y se han ganado elecciones gracias a ello, nadie ha puesto jamás remedio. Debe de ser que son masoquistas y les pone lo de la instancia única.