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Federico Jiménez Losantos

Avenida de la Nación Española

Esa máquina de odiar al que piensa diferente (si es de derechas, claro) es lo que se plasmó en la infame Ley para la Memoria Histórica.

Esa máquina de odiar al que piensa diferente (si es de derechas, claro) es lo que se plasmó en la infame Ley para la Memoria Histórica.
Manuela Carmena y Enrique Tierno Galván | EFE/UAM

A finales de 1980 escribí para el nº 10 de la revista Diwan (publicado a comienzos de 1981) un breve ensayo, "Por la calle de Unamuno", recogido en la versión ampliada de Lo que queda de España. Por desgracia, treinta y cinco años después, todo lo allí denunciado sigue siendo denunciable, pero permítame el bisoño lector de Libertad Digital rescatar estos párrafos:

"Empieza a ser de buen gusto escribir sobre autores que no cumplan siglos estos años o años estos días. Unamuno, tan poco de moda y de modas, nos da gusto en eso y en otras cosas. Primero, no tropezamos con la academia celebrándolo, y después, sí topamos con los que hay que topar: los munícipes espesos que andan descabalgándolo de las calles del País Vasco.

Resulta trágico y ridículo este carnaval de celebraciones centenarias mientras empiezan a resultar diarias las vejaciones públicas que a los nombres señeros de nuestras letras se hacen en ciertos lugares de España. Y no es casualidad que el sistema democrático español esté en peligro (sólo un mes después de publicado este ensayo se produjo el Golpe del 23F) gracias a los mismos grupos que quitan de los nombres de las calles vascas al vasco españolísimo Miguel de Unamuno. Va en buena compañía, en la mejor: Cervantes, que ha sido pionero en esta mudanza forzosa de los grandes nombres de la cultura española, pero sólo por su caso habría más motivo de reunión y movilización que por los centenarios que a cada paso congregan a las inteligencias oficiales.

Pasma la frialdad y la estupidez de esta falta de reacción ante hechos que sólo una mente trivial considerará triviales. ¿Cabe pensar que quienes se empeñan en quitar a Unamuno o a Cervantes de una calle pueden llegar a respetar alguna vez y de algún modo al pueblo que, en el mejor de los casos, sustenta y se sustenta de su espíritu?.

¡Qué horror –dicen algunos- tener que andar aún eligiendo entre Sabino Arana y Unamuno! El horror –decimos nosotros- es pensar que esa elección no nos concierne; que la puesta en cuestión de un símbolo entrañable de la cultura en lengua española es cosa que pueda o deba resultarnos íntimamente ajena. Lo horroroso es ver a tantos que, ante esa vieja cuestión, todavía no se atreven a elegir".

                                                                (Diwan. Nº 10, p. 13)

La elección de la rendición

Pero, al final, eligieron. Ni los partidos de derecha (UCD-AP-PP) ni los ni de izquierda (PSOE-PSP-PCE) pusieron como condición para votar el cupo vasco la devolución de las calles de Cervantes, Unamuno y Baroja que les habían robado los separatistas. Desde Suárez y Aznar a Rajoy, y de González a Zapatero, todos los que han tenido sobrada ocasión de impedir la vulneración básica de los derechos civiles de todos los españoles en todo el territorio nacional, que empieza por arrancar el nombre de Cervantes de las calles y termina por prohibir la enseñanza en la lengua de Cervantes (es de lo que trata todo el ensayo citado) han declinado la honrosa ocasión de hacerlo.

Fueron y son tan imbéciles, tan vagos, tan cobardes que prefieren ignorar que privar de su nombre a una cosa y ponerle otro es apropiársela y expropiársela al que antes la tenía por suya. Que al despojar oficialmente -crimen político perpetrado por González y refrendado por el patriotísimo Aznar- de su nombre en español a cualquier ciudad española que también lo tiene en catalán, gallego o vasco se está admitiendo que el español –el idioma y el ciudadano- es un ser de prestado, de paso y, en el fondo, a eliminar de esa ciudad o región. Que es admitir la amputación del solar que durante tantos siglos ha albergado a la nación española. Y que cuando un zote dice en televisión que llueve en "Yirona", está borrando el calor y el frío, la lluvia y el trueno que durante siglos afrontaron tantos españoles –de allí y de paso- en esa ciudad, empezando por su heroico defensor en la Guerra de la Independencia (española, claro, la única librada en Cataluña) Mariano Álvarez de Castro, inmortalizado en el Episodio Nacional "Gerona" de Galdós. Ventajas del idioma común y de tan larga historia: el héroe de Gerona prueba que no todos los Marianos son como el manso de Pontevedra: barbeando tablas a la espera de cornear a algún subalterno.

Retrato de Mariano Álvarez de Castro

Lo que va de Tierno a Carmena

Pero cuando los separatistas vascos le quitan a Unamuno una calle en Bilbao saben muy bien lo que hacen: borrar la memoria del Bilbao español y liberal, enfrentado en los "Sitios" a los carlistas del campo, absolutistas acérrimos. Cuando Pujol y su banda, siempre con el respaldo de PRISA y la cobarde aquiescencia de González, Aznar, Zapatero y Rajoy, amén de los barbianes del Supremo y los prevarigalupadores del Constitucional, han prohibido estudiar en español a los que tienen el español como lengua de cuna, les están forzando a admitir una ilegitimidad de origen, una bastardía que sólo pueden reparar cambiando de piel y de lengua y condenando a su nación. Y aunque lleve treinta y cinco años denunciándolo sin éxito, vale la pena repetirlo: mientras en cualquier sitio de España no se pueda estudiar en Español, se está asumiendo la destrucción de la nación política española, que es el ámbito de nuestras libertades, de nuestra igualdad ante nuestras leyes; se está aceptando que las leyes no sean nuestras y, sin embargo, que como ciudadanos españoles hemos de obedecerlas.

Manuela Carmena y Enrique Tierno Galván | EFE/UAM

No toda la derecha ha sido miope en este asunto. Ni toda la izquierda ha sido siempre insensible al carácter nacional que, por encima de partidos y banderías políticas, al margen de ideas y costumbres de épocas diversas, debe suponer la conservación de la memoria de todos los españoles que, con su arte, su valor o su talento, han engrandecido a la patria común. Ahora que el PSOE ha instalado en el Ayuntamiento de Madrid a una recua de ediles podemitas, algunos de ellos públicamente antisemitas, proetarras, anticristianos y admiradores de cualquier dictadura comunista. Y ahora que esos siniestros pijoflautas pretenden borrar del callejero de Madrid a más de un centenar de grandes españoles, de Pla y D´Ors a Dalí y Jardiel, de Mihura a Manolete y de Bernabéu al gran Ramón Gómez de la Serna, me parece adecuado recordar que ese alcalde al que dicen que se quieren parecer estos analfabestias totalitarios que cocean cuanto ignoran encabezó a comienzos de los 80 un gran homenaje de recuperación y reconocimiento precisamente al más brillante de los madrileños, al Ramón por excelencia.

Yo tuve el honor de participar en el cuádruple catálogo de aquella exposición –de la que LD dará cuenta pormenorizada- que con Tierno a la cabeza devolvió a Madrid al autor de El Rastro y Automoribundia. Y vi a Tierno mirar con una sonrisa las cartas de tiempos de la Guerra que pudo recuperar –junto a su estudio- Juan Manuel Bonet, y en las que Ramón escribía con tinta roja sobre papel amarillo, para significar su apoyo a la causa nacional. Y Tierno, que estuvo de recluta en el ejército de enfrente, hacía suya también esa causa, aunque adversa, a fuer de nacional. Y decía al final de su prólogo: "Al maestro debelador de estilos muertos y prejuicios deformadores, madrileño infatigable de Madrid y trabajador copioso y fecundo como pocos, le dedicamos hoy esta pequeña prueba de agradecimiento y admiración", (Ramón en cuatro entregas I, pp 4-5)

La infame Ley de Memoria Histórica

En El País de diciembre de 1980 (cuando yo escribía "Por la calle de Unamuno") puede verse la referencia al catálogo y la exposición en el Museo Municipal de Madrid y el anuncio de las conferencias de Giménez Caballero (fundador de Falange), Francisco Umbral (cercano al PCE, gran figura de El País, que meses antes había presentado Lo que queda de España en la librería Antonio Machado) y el propio alcalde Tierno Galván (creador del PSP, integrado en el PSOE). ¿Cómo es posible que aquel pacto no escrito pero indiscutible, sagrado, para la convivencia nacional, gracias al cual un fascista, un comunista y un socialista se unían para homenajear a Ramón Gómez de la Serna, se haya convertido en el anuncio del actual Ayuntamiento de Podemos (gracias al PSOE) de quitar la calle a Ramón en aplicación de la Ley de Memoria Histórica y según una lista elaborada por un tristoriador o delator ideológico de Izquierda Unida para proscribir del callejero madrileño a 150 personalidades por el delito de ser "franquistas"?

Siempre hubo una parte de la izquierda que no aceptó la democracia pero era minúscula, irrelevante frente al PSOE y al PCE que había pactado la Transición con el Movimiento Nacional de Adolfo Suárez y el "sucesor de Franco a título de Rey". La gran mayoría de la derecha –también la parte organizada en torno a Fuerza Nueva se negaba a aceptar el nuevo régimen, por haber liquidado mediante el "harakiri" de la Cortes el régimen de 1939- y la inmensa mayoría de la Izquierda –salvo la ETA y grupos terroristas de extrema izquierda como el FRAP y el GRAPO- estaban de acuerdo en que, con todos sus defectos, la amnistía general, las elecciones democráticas de 1977 y 1979, y el abrumador plebiscito en favor de la Constitución del 78 constituían bases irrenunciables de la libertad y la convivencia nacionales.

Fue el golpismo guerracivilista de Zapatero, en el Gobierno desde 2004 pero en la trinchera desde la mayoría absoluta de Aznar en 2000, el que rescató al peor PSOE y unido al separatismo y a los restos del PCE declaró la guerra a la libertad, a la memoria y a la nación. Esa máquina de odiar al que piensa diferente (si es de derechas, claro), de borrar de nuestra memoria todo lo que, en el correr de los siglos y por encima de guerras, de exilios, de persecuciones e inquisiciones, tenemos en común los españoles es lo que se plasmó en la infame Ley para la Memoria Histórica. Sólo por haberla firmado debería haber rodado la corona de Juan Carlos I. Sólo por no atreverse a derogarla merece el más absoluto desprecio Mariano Rajoy.

En todos los pueblos españoles, hasta los más pequeños, existe una Plaza de España. Con su ayuntamiento, su reloj a veces parado, su bandera no siempre nueva, pero con ese nombre que es el compromiso cotidiano con la patria común. Ojalá alguna vez, como prueba de que hemos sabido despertar de esta pesadilla totalitaria y conjurar la infamia de este bárbaro Ayuntamiento, incivil y liberticida, que se arroga el derecho a proscribir de las calles de Madrid a algunos de los grandes nombres del último siglo, la anchurosa entrada a nuestra capital, desde la Plaza de Castilla hasta Atocha, se llamase Avenida de la Nación Española. Siquiera un día, valdría la pena.

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