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PASAJES DE LA HISTORIA DE ESPAÑA

Carlos II, el ocaso de una dinastía enferma

Una calurosa tarde de julio de 1698 Juan Tomás Rocaberti y Froilán Díaz, inquisidor general y confesor real respectivamente, preocupados por la salud espiritual del monarca, se sentaron a dictar una solicitud urgente; de ella, según pensaban, dependía el futuro del reino.

Una calurosa tarde de julio de 1698 Juan Tomás Rocaberti y Froilán Díaz, inquisidor general y confesor real respectivamente, preocupados por la salud espiritual del monarca, se sentaron a dictar una solicitud urgente; de ella, según pensaban, dependía el futuro del reino.
Carlos II, cuando era niño.
Su destinatario era un fraile dominico, vicario del convento de la Encarnación de Cangas de Tineo, en Asturias, y con línea directa con el Demonio. Los apurados clérigos deseaban que el fraile hablase inmediatamente con el Maligno y le preguntase en qué consistía el hechizo que afligía al atormentado rey Carlos.
 
No se demoró el religioso asturiano en satisfacer la demanda que tan insignes miembros de la Corte le habían hecho llegar desde Madrid. Entró en trance, parlamentó con Lucifer y, obtenida la respuesta, corrió por los pasillos del convento para devolver a toda prisa la carta... con el enigma desvelado:
 
"Me dijo el demonio anoche que el Rey se halla hechizado maléficamente para gobernar y para engendrar. Se le hechizó cuando tenía 14 años, con un chocolate en el que se disolvieron los sesos de un hombre muerto para quitarle la salud y los riñones, para corromperle el semen e impedirle la generación".
 
Sí, esta era la España de hace tres siglos en todo su esplendor místico.
 
Felipe IV.Después de 44 años de reinado, 42 de amoríos y revolcones, unos 50 hijos y centenares de amantes (no faltaron duquesas, marquesas, cómicas, damas de honor, prostitutas y decenas de sirvientas), Felipe IV abandonó este mundo la última semana del verano de 1665. Tanta rijosidad y tanta actividad venérea sólo le habían procurado un heredero, que, para más inri, tenía sólo cuatro años y era una criatura raquítica y repelente que acababa de echar los dientes y aún no se había destetado.
 
Para evitar la mala imagen de coronar como rey de España a un mamoncete de cuatro años los médicos decidieron suspender la lactancia, que llevaban a cabo catorce sufridas nodrizas. Le prescribieron papillas y, como no se podía mantener en pie, encargaron al sastre unos gruesos cordones parar sostenerle mientras recibía a los embajadores extranjeros. Aquel día, el de su presentación en público como titular de la monarquía más poderosa del planeta, marcaría el principio de un larguísimo calvario que duraría 35 años.
 
Se ha dicho mil veces que Carlos II fue el monstruoso producto final de la consaguinidad de los Austrias, que se pasaron dos siglos casándose entre ellos y trayendo al mundo una progenie de príncipes cada vez más deficientes, cada vez más tarados. Nada más cierto. Su madre era la sobrina carnal de su padre y, escalando en el árbol genealógico, encontramos que tenía doce veces el apellido Habsburgo. Un ejemplar genéticamente puro y totalmente idiota.
 
Aprendió a andar a los seis años, a hablar a los diez, hasta los doce no supo leer y no se vio capaz de escribir –aunque fuese solo su firma: "Yo, el Rey"– hasta los quince años. Físicamente echaba para atrás. "Asusta de feo", apuntó un embajador en una carta a su soberano. Enclenque y encanijado, de piel macilenta, ojos huidizos y nariz ganchuda que casi tocaba el labio. Heredó el prognatismo y el belfo caído de la familia. Ambos los multiplicó por dos. Nunca pudo masticar en condiciones, lo que, unido a sus delicadas digestiones, le condenaron a padecer vómitos continuos y una diarrea crónica.
 
Su drama personal fue, además, parejo al de la corona que le había caído en suerte. La recibió de capa caída, y a su muerte se desencadenó una larga guerra de sucesión que liquidaría por siempre las posesiones de la familia en Europa.
 
Cuando fue proclamado mayor de edad, el país estaba sumido en el desgobierno más absoluto. Oficialmente reinaba su madre, Mariana de Habsburgo, pero en la práctica lo hacía un valido, Fernando de Valenzuela, el Duende de Palacio, de quien el pueblo sospechaba que se entendía con la reina viuda. Curioso recelo, porque la reina era una beata a quien tenía sorbido el seso su confesor, un jesuita alemán muy liante llamado Nithard. Frente a ellos, Juan José de Austria, un hijo bastardo de Felipe IV –bastante canalla, por cierto–, trataba de hacerse con el poder mediante la fuerza de las armas.
 
Este Juan José de Austria, años antes, con intención de heredar, había tenido la feliz ocurrencia de pedirle a su padre la mano de su hermana, la princesa Margarita. Lo hizo mostrándole un cuadrito en el que Saturno contemplaba risueño los amores entre Júpiter y Juno. La felonía repugnó tanto a Felipe IV que ordenó que Juan José no volviese a poner sus pies en Madrid.
 
En plena guerra con Francia, que había saltado sobre Cataluña como un ave de rapiña, distrajo tropas y las trasladó a Madrid. La guerra se perdió, y con ella la esperanza de recuperar el Rosellón, pero Juan José consiguió la privanza. Desterró a la reina madre y al padre Nithard, de quien se decía que se había hecho muy rico en sus intrigas palaciegas. Habladurías. Cuando registraron sus aposentos del Alcázar para dar con las pruebas del delito todo lo que encontraron fue un misal, unas disciplinas de púas de hierro y un cilicio con restos de sangre. Todo un santo varón. Valenzuela, que sí que había reunido un generoso patrimonio al calorcito del poder, fue deportado a Filipinas con una mano delante y otra detrás.
 
Luis XIV.Al bastardo le duró poco la gloria: tras firmar la paz de Nimega con Luis XIV, una rápida enfermedad se lo llevó al otro barrio.
 
El rey, que era, aparte de enfermizo, completamente analfabeto, dejó a su madre hacer. El nuevo valido, un duque incompetente que, a juicio del embajador francés, había pasado toda su vida en Madrid "en el ocio más completo, dedicado casi exclusivamente a comer y dormir", no pudo más que contemplar impávido cómo el reino colapsaba.
 
La inflación se disparó y las menguadas flotas de Indias no daban ya ni para atender los gastos ordinarios de la Corte. En Palacio había noches que en la despensa sólo quedaban huevos para cenar, y en 1680 los reyes no lograron reunir dinero suficiente para desplazar la Corte a Aranjuez a pasar la primavera. Lo nunca visto.
 
Habida cuenta de la estupidez de un monarca completamente incapaz de gobernar, la única salida que sus consejeros veían a tan embarazosa situación era encontrar una consorte que le diese descendencia. Para suavizar las relaciones con Luis XIV, le trajeron una princesa joven y atractiva, Maria Luisa de Orleáns, sobrina del Rey Sol. Pero no había manera: la reina no conseguía quedarse en cinta. Por Madrid circulaba una tonadilla popular que decía:
 
A pesar de ser extraña
sabed, bella flor de lis:
si parís, parís a España.
Si no parís, a París.
 
Y no parió. No hubo, a pesar de todo, que enviarla de vuelta a París, porque una apendicitis se la llevó a la tumba cuando sólo tenía 27 años. Los galenos abrieron el cadáver para ver si el útero estaba en condiciones. Lo estaba. Iba a ser problema del rey eso de no tener hijos. Deberían haberlo sospechado sólo con mirarle a la cara.
 
Inasequibles al desaliento, los miembros del Consejo de Estado se aplicaron en buscar una sustituta. Poco importaba ya la edad, el aspecto o el carácter de la candidata, ni siquiera era relevante que la familia reinase o no. Lo único que interesaba en Madrid es que la futura reina fuese de familia fecunda. Tras las habituales pesquisas dieron con Mariana de Neoburgo, hija de los electores de Sajonia, unos pelagatos que, sin embargo, habían tenido 24 hijos. Toda una garantía de fertilidad, exactamente lo que andaban buscando.
 
Mariana de Neoburgo.A diferencia de Maria Luisa, una francesa de buen fondo que pasó sus días en un sin vivir, sometida a las más peregrinas y extravagantes dietas para provocar un embarazo que nunca llegaba, la Neoburgo era una alemana de armas tomar. Según llegó a España y vio de cerca al apático imbécil con el que le habían casado, le cogió gustillo al poder. No era tonta: sabía que su misión era traer un heredero, y como no lo lograba se dedicó a inventarse falsas preñeces que terminaban, invariablemente, en falsos abortos.
 
Las ganas de mandar la enfrentaron con la reina madre en un sinnúmero de disputas, a grito limpio y en alemán. La anciana viuda de Felipe IV ya poco podía hacer. Su hijo no tenía solución y el país iba de mal en peor. La Hacienda estaba arruinada y los franceses no dejaban de hostigar las fronteras de lo que quedaba del imperio, astillando el otrora robusto árbol español en humillantes derrotas.
 
En 1691, con la caída en desgracia del enésimo valido, el Conde de Oropesa, la situación era tan desesperante que el rey no encontró entre la nobleza un solo candidato para sustituirle. Ya nadie deseaba gobernar una nave que se iba a pique. Un caso insólito pero perfectamente explicable: en España ya no quedaba dinero ni para robar.
 
Y la reina, entretanto, abortaba mucho pero no paría; y para colmo era antipática, mandona y pelirroja, defecto este último muy sentido por el pueblo llano, que estaba convencido de que Judas, el traidor, tuvo el pelo tan rojo como el mobiliario del infierno. El siempre maledicente mentidero de la Corte inventó una afortunada copla que se hizo muy célebre:
 
Tres vírgenes hay en Madrid:
la Almudena, la de Atocha,
y la Reina Nuestra Señora.
 
En Viena, Londres y, naturalmente, París, advertidos de la imposibilidad de que Mariana alumbrase un heredero, empezaron a frotarse las manos para repartirse los restos del naufragio. Los Habsburgo austriacos querían que la Corona española permaneciese en la familia. Los Borbones, por su parte, ansiaban sucederlos. Tenían, además, una razón de peso: Luis XIV se había casado con una infanta española, la hermana de Carlos II, luego algo les tocaría en el reparto. A los ingleses, mucho más sensatos, lo que les preocupaba era que España y su inmenso imperio ultramarino, que abarcaba medio mundo, cayese en manos de los anteriores.
 
Mientras unos hacían cálculos para apoderarse del futuro, el dormitorio de la reina volvía a la Edad Media. Meses después de que el exorcista dominico que dejamos arriba correteando por un convento asturiano departiese con el Diablo, un fraile jerónimo se encerraba con Mariana para practicar el exorcismo definitivo. La cosa salió rana: el monje entró en éxtasis, puso los ojos en blanco y empezó a jurar en arameo mientras brincaba por la estancia; la reina, con los pelos como escarpias, saltó de la cama y echó a correr por el Palacio. El escándalo fue sonado, pero aquello era ya una casa de locos.
 
Carlos II.La reina, sin ir más lejos, no se separaba de un saquito que llevaba colgado al cuello. Contenía cáscaras de huevo, uñas de los pies, cabellos y demás amuletos para conjurar la maldición. El rey, por su parte, era sometido a todo tipo de ceremonias chamánicas, en las que el infeliz era obligado a comer carne de víbora mientras le sacudían con agua bendita y un coro de monjes rezaba incesantemente. Tanto Te Deum, tanta misa solemne y tanto sahumerio dedicado a la real persona hicieron que el pueblo le bautizase como el Hechizado.
 
España estaba en ruinas, especialmente Castilla, que había pagado con creces la factura de la fantasía imperial de los Habsburgo. El país se había desangrado al ritmo de las inacabables guerras, las epidemias y la obsesión nacional por vivir del cuento. Todo salió carísimo. En dos siglos España había acumulado un retraso que, todavía hoy, estamos amortizando.
 
En un tiempo en que Newton formulaba su teoría de la gravedad, Leibniz inventaba el cálculo integral o Huygens escudriñaba el firmamento con su telescopio buscando las lunas de Saturno, España se replegó sobre sí misma, recreándose en su ignorancia, presa de supercherías religiosas y de la aberración de los estatutos de pureza de sangre, una tara que consumió preciosos recursos y costó un siglo arrancar de la conciencia del pueblo.
 
El Día de Difuntos de 1700, a las tres de la tarde, el último Austria pasó a mejor vida, y con él la dinastía. Habían pasado 200 años, ocho meses y nueve días desde que Carlos I, el primer Habsburgo español, naciese en la lejana Gante e inaugurase una de las etapas más controvertidas de nuestra historia.
 
Por simple curiosidad, el médico real practicó una necropsia al difunto monarca para ver por dentro lo que ya intuía desde fuera. En su informe anotó, con deslenguada pluma barroca:
 
"El corazón del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos, los intestinos putrefactos y gangrenosos, en el riñón tres grandes cálculos, un solo testículo, negro como el carbón, y la cabeza llena de agua".
 
A tal rey, tal reino.
 
 
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