
El Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones de Biotecnología Agrícola ha emitido esta semana un revelador informe sobre la evolución de los cultivos de productos modificados genéticamente, los llamados transgénicos, en el mundo. Según dicho documento, el empleo de esas modalidades agrícolas continúa creciendo de manera estable en todo el planeta: si en 2006 se cultivaron 100 millones de hectáreas, en 2007 fueron 114.300.000. Del mismo modo, ha crecido el número de agricultores que confía en estos productos de la bioingeniería: hoy son 12 millones. Otro dato esclarecedor es que por primera vez hay más países en vías de desarrollo que desarrollados cultivando semillas modificadas.
La lista de cultivadores de transgénicos la encabeza, claro, Estados Unidos, con 57 millones de hectáreas. España es el país de la UE que más extensión dedica a este menester, y ocupa el 12º puesto en el ranking mundial. Por cierto, en nuestro suelo sólo se cultiva una variedad de maíz capaz de resistir a la perniciosa plaga del taladro.
Hasta aquí, los fríos datos. Y ahora, atendamos a las reacciones que han suscitado en las filas ecologistas.
La organización Greenpeace ha vuelto a poner el grito en el cielo ante el aumento legítimo de este tipo de cultivos. Según dicho lobby verde, "no hay ningún estudio científico serio que demuestre que los alimentos modificados genéticamente sean seguros para los campos en los que se cultivan o para el consumo humano". En su opinión, "este tipo de alimentos contribuye a empeorar el hambre en el mundo, ya que obliga a los agricultores de los países más pobres a depender de las multinacionales agrícolas".
Dejando a un lado que, entre depender del servicio de una multinacional y morir de hambre, la elección parece clara, Greenpeace parece olvidar que, en un mundo respetuoso con el libre comercio, el agricultor ha de ser lo suficientemente maduro y responsable para decidir a quién compra sus semillas, a quién alquila su tractor y qué sistema operativo inserta en su ordenador (nacional, multinacional o casero).
¿Qué más dice la célebre ONG? Pues lo que sigue: "A pesar de que las empresas aseguran que estos productos están muy extendidos, sólo 8% de las hectáreas cultivadas en el planeta lo está con semillas modificadas genéticamente". Y es aquí cuando me viene a la memoria la eximia figura de don Ricardo Alarcón, presidente de la Asamblea Nacional de Cuba, justificando con autoestima ática la prohibición de viajar fuera de la Isla con el peregrino argumento de que "casi nadie viaja en el planeta". "Si los 6.000 millones de habitantes del mundo quisieran volar a la vez, imaginen el caos que se produciría", añadió el gerifalte castrista.Efectivamente, en términos comparativos, la proporción de cultivos transgénicos es ridícula (lo cual, dicho sea de paso, no los hace más peligrosos de por sí). Por varios motivos. Primero, porque su implantación es muy reciente. Segundo, porque no existen todavía tecnologías transgénicas que satisfagan todas las necesidades de producción; de hecho, la cantidad de especies modificadas es aún pequeña. Tercero, porque en buena parte del mundo, empezando por la UE, existen vetos irracionales a su fomento. Y cuarto, por la propia oposición de organizaciones como Greenpeace, que no dudan en asaltar campos de cultivo y violar la propiedad privada de los agricultores en su empeño por detener el avance de la ciencia genética.
Aun así, los científicos siguen luchando denodadamente por convencer a los que quieran (y puedan) ser convencidos de las virtudes de estos organismos y de la irracionalidad, rayana en la superchería, de los temores que sobre ellos se difunden.
Recientemente, 120 eminencias españolas firmaron un documento en el que se solicitaba a las autoridades que se levanten todas las cortapisas políticas que pesan sobre los transgénicos (motivadas por el pacatismo ecologista que suele atenazar a nuestros gobernantes). Entre los firmantes se encuentran personalidades del prestigio internacional de Margarita Salas, César Nombela, Juan Carlos Ispizúa y Santiago Grisolía. El documento recuerda que, "aunque las autoridades españolas se preocupan por importantes problemas ambientales como las emisiones de CO2, la erosión del suelo o la falta de agua (…), no están favoreciendo con sus decisiones el desarrollo de una agricultura más moderna y eficiente mediante plantas transgénicas". Llegados a este punto, cabe recordar que la modificación genética de plantas para mejorar su rendimiento es una práctica tan antigua como la propia agricultura.Gracias al conocimiento de las bases moleculares de la herencia, la biotecnología moderna permite acelerar el proceso de cruce e hibridación tradicional de una manera eficaz y segura, y afinar su precisión, introduciendo sólo cambios puntuales y evaluando los efectos rápidamente. Eso y no otra cosa es la transgénesis.
"Tras 11 años de empleo intensivo en países desarrollados –dice el informe que hemos citado al principio de este artículo–, no se ha detectado ningún efecto dañino del cultivo de transgénicos ni en las personas ni en el medio ambiente". Pero el documento va más allá, al afirmar que los obstáculos que se imponen en España y en Europa a la expansión de los transgénicos son un lastre añadido a la balanza comercial de nuestros países, dada la enorme cantidad de granos que necesitamos importar para satisfacer la demanda de la industria de los alimentos para animales. En realidad, lo que condena a los agricultores a depender de las multinacionales no es el cultivo de semillas modificadas y patentadas (como alerta Greenpeace), sino las decisiones políticas que nos prohíben abastecernos de ellas en nuestro propio territorio.
¿Creen ustedes que nuestros políticos harán caso a los argumentos de la ciencia y desoirán los cantos verdes de sirena? Pues da la casualidad de que tenemos una oportunidad de oro para comprobarlo.
Hace unos días, representantes del sindicato agrario UGAM-COAG se reunieron con Miguel Ángel Revilla, presidente de Cantabria, para manifestarle su preocupación al respecto. Declararon Cantabria "lugar libre de transgénicos" y pidieron a su mandatario que "garantizara" que no se cultivarán esas semillas en la región. En esencia, es como haberle pedido que haga lo posible para impedir el desarrollo agrícola de la zona, que ponga puertas al campo de la ciencia y detenga el avance tecnológico... que llevan disfrutando desde hace más de una década los agricultores aragoneses, por ejemplo, o, a gran escala, los lejanos productores de EEUU. Revilla, por su parte, aseguró que "transmitirá" las reivindicaciones de UGAM-COAG al Ministerio de Agricultura.
Este mes, Sarkozy ha iniciado una polémica campaña para prohibir la introducción de nuevas especies modificadas en Francia. Coincide, así, con las reivindicaciones del líder antiglobalización José Bové. ¿Querrá Revilla parecerse a un Sarkozy sin Bruni, a un José Bové incendiario de hamburgueserías, a un miembro de Greenpeace de los que asaltan campos vallados, o preferirá viajar en el mismo tren que docenas de científicos laureados? La solución, posiblemente, después del 9-M.
JORGE ALCALDE dirige y presenta en LDTV el programa VIVE LA CIENCIA.
