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CRÓNICA NEGRA

Los crímenes de Jarabo

En 1958 José María Jarabo, que contaba 35 años, estaba inmerso en una de las peores épocas de su vida. Entregado por completo a las drogas y a la bebida, vivía con domicilio simultáneo en dos pensiones, a las que iba a descansar de largas noches de mujeres y alcohol.

En 1958 José María Jarabo, que contaba 35 años, estaba inmerso en una de las peores épocas de su vida. Entregado por completo a las drogas y a la bebida, vivía con domicilio simultáneo en dos pensiones, a las que iba a descansar de largas noches de mujeres y alcohol.
José María Jarabo.
Seguía gastando a manos llenas, pero cada vez tenía menos posibilidades de obtener dinero para su vida de crápula desatado. Había hipotecado fuertemente el hotelito familiar de Arturo Soria, y el dinero que su madre le mandaba desde Puerto Rico no le llegaba para sus cuantiosos gastos. Él mismo calculaba que desde mayo de 1950, en que había llegado a Madrid, bien podía haber dilapidado una fortuna de casi quince millones de pesetas de las de entonces. Sin haber tenido jamás un empleo, habituado a residir en hoteles, con salidas nocturnas diarias en las que se permitía rumbosas invitaciones, todo lo que gastaba salía del patrimonio familiar, ya muy disminuido.
 
Además, las relaciones amorosas de José María eran muy complicadas. Sus insaciables necesidades sexuales le hacían cambiar constantemente de pareja, alternando sus historias de amor profundo con amigas de una noche o con prostitutas. Desde hacía dos años arrastraba las consecuencias de un intenso enamoramiento por una inglesa, Beryl Martin Jones, casada, que había puesto en peligro por él su matrimonio y su existencia regalada.
 
A José María, hombre viril, elegante, recriado en Estados Unidos, por lo que hablaba un inglés excelente, las mujeres le adoraban. La leyenda dice que gran parte del atractivo que ejercía sobre el eterno femenino era que tenía una enorme verga, de la que disponía en inagotables juegos amorosos. A ese secreto final unía una gran capacidad de seducción, una simpatía natural que sabía dosificar hábilmente y un afán de dominación con el que a lo largo de su existencia reunió una larga colección de enamoradas de toda clase y condición.
 
El sábado 19 de julio de aquel año Jarabo se sentía angustiado por la falta asfixiante de dinero, la amenaza de sus familiares, que pensaban venir de Puerto Rico, con lo que descubrirían su juego, y la insistencia de su antiguo amor, Beryl, que le reclamaba el anillo de brillantes que habían empeñado para pagar algunas de aquellas noches de amor interminable que vivieron en los mejores hoteles con los caprichos más exquisitos. La joya era un regalo del marido de Beryl que ahora la reclamaba. Sin poder saber jamás la parte que de cierto hubiera en este asunto, a esta sortija se le atribuye el desencadenante de los horrorosos crímenes que habrían de iniciarse ese mismo día.
 
El anillo de Beryl había sido pignorado en la tienda Jusfer, situada en el 19 de la madrileña calle Alcalde Sáinz de Baranda, propiedad de los socios Emilio Fernández Díez y Félix López Robledo, por 4.000 pesetas, aunque su valor era mucho mayor. Para rescatarla, siempre según la versión que daría el propio Jarabo, los prestamistas le exigían, además del dinero, una autorización de la propietaria. Desde Inglaterra, Beryl había mandado una carta en la que, aparte de autorizar la recuperación de la alhaja, hacía a su amante confidencias y declaraciones comprometedoras.
 
José María mostró aquel documento a los propietarios de Jusfer, pero no tenía la cantidad necesaria para recuperar la joya, porque la había dilapidado en algunas de sus frecuentes salidas nocturnas. Por eso decidió dejarles la carta en prenda, hasta que reuniera el dinero necesario.
 
Repentinamente, aquel sábado José María decidió recuperar la carta y el anillo de Beryl. Seguía sin tener el dinero, pero eso los prestamistas no lo sabían. A media tarde llamó a la tienda, anunciando su propósito. Habló con Emilio, con el que quedó en cerrar el trato, pero, aunque le estuvieron esperando hasta muy tarde, no se presentó. Sus planes eran otros.
 
Pasadas las nueve de la noche, después de haber estado haciendo tiempo en compañía de una mujer con la que había trabado amistad en el metro, José María se dirigió no a la tienda, como había quedado, sino al domicilio de Emilio, en la calle Lope de Rueda, 57, 4º Exterior Izquierda. Al llegar, abre las puertas del ascensor valiéndose de los codos y aprieta el botón del piso al que va con la uña del pulgar derecho, para no dejar huellas. Pulsa el timbre de la vivienda con las falanges segunda y tercera del dedo índice. Le abre la criada Paulina Ramos Serrano, de 26 años, que según el relato del fiscal le acompaña hasta donde se encuentra el dueño de la casa.
 
Es más probable que las cosas sucedieran de otro modo: cuando Jarabo llega al piso la criada está sola. Pregunta por Emilio y Paulina le lleva al salón, donde queda a la espera. Al rato José María, que tiene todo decidido, se encamina a la cocina, donde Paulina está pelando judías. Convencido de que debe eliminar testigos molestos, la golpea con una pesada plancha en la cabeza, y cuando, atontada por el golpe, la muchacha trata de gritar y defenderse, la sujeta por detrás, apretándole fuertemente nariz y boca con la mano izquierda, mientras que con la derecha le parte el corazón, hundiéndole en el pecho, hasta la cruz, el cuchillo de pelar judías. Traslada el cuerpo de la infortunada joven hasta su cuarto, donde la arroja, desmadejada, sobre la cama.
 
Apenas tiene que esperar unos minutos la llegada de Emilio, que abre la puerta con su llave. Se dirige al cuarto de baño, en todo momento ignorante de que en la casa está oculto José María, algo extrañado por no haber visto a Paulina. Mientras se asea, José María le sorprende y le sujeta al más puro estilo de Brooklyn, tirándole de la chaqueta hacia abajo. Inmovilizado de esta manera, José María le descerraja un tiro con la pistola F. N. del 7,65 de fabricación belga que guardaba en la parte izquierda de la cintura.
 
El tiro le entra a Emilio por la nuca, provocándole la muerte instantáneamente. Cae derrumbado con la cabeza entre el retrete y el bidet. Le despoja de la chaqueta, que registra, tal vez buscando la carta comprometedora de Beryl que, según él, los prestamistas se negaban a darle. Pero parece más seguro que lo que hizo fue despojarle de cuanto tuviera de valor. Luego se pasea por la casa, abriendo armarios y muebles, buscando la caja fuerte. Cuando se siente cansado se sirve una copa en el barecito americano del salón.
 
Está tranquilamente sentado cuando vuelve a escuchar el llavín en la cerradura. Es Amparo Alonso, la mujer de Emilio. Llega en el momento en que pasa el portero recogiendo los cubos de basura, por lo que apenas le da tiempo para dejar un paquetito de fiambre para la cena que lleva en la mano y sacar el cubo, preguntándose fastidiada dónde estará Paulina, que siempre falta cuando más falta hace. Acto seguido se encamina a su alcoba para cambiarse. No sabe que su marido está muerto, que la criada está muerta. En el salón se encuentra de pronto con un desconocido que le pide que no se asuste.
 
El desconocido le explica que es inspector de Hacienda, y que Emilio y Paulina han salido con unos compañeros suyos, también inspectores, para aclarar un asunto de tráfico de divisas. Amparo queda muy extrañada, pero el hombre la envuelve en un parloteo que tiene cierta coherencia, hasta que de pronto se da cuenta de que su aspecto no se corresponde con lo que está hablando.
 
Pero lo que la pone en alerta son las manchas de sangre que ha podido distinguir en el traje del hombre. Sin valor para gritar, emprende una loca carrera hacia su dormitorio, con la intención de protegerse. Cae desesperada a los pies de la cama. El desconocido la atrapa allí, la intimida con su pistola, la sujeta con el edredón como si fuera una camisa de fuerza y, antes de que pueda darse cuenta, le dispara en la nuca. Amparo muere en ese mismo instante.
 
José María revisa el dormitorio, se cambia de camisa, porque la suya está empapada de sangre, tomando una del ropero de Emilio, y, conocedor de que el portal debe de estar ya cerrado, por la hora (pasan de las doce de la noche), decide quedarse en aquel piso convertido en panteón hasta la mañana siguiente. Tiene tiempo entonces de ordenar a su gusto la escena del crimen. En el salón dispone copas y botellas, incluso mancha un vaso de carmín para simular la tragedia por disputas amorosas. En el cuarto de la criada, rasga el sujetador y la braga del cadáver de Paulina, para crear una atmósfera de abuso sexual. Limpia huellas y reúne cuantos objetos de valor encuentra.
 
Al día siguiente, domingo, en cuanto abren el portal sale, y pasa la mañana en un cine de sesión continua. Por la tarde realiza su habitual recorrido por bares y establecimientos de bebidas. Aunque se acuesta ebrio y drogado, el lunes 21 madruga para esperar en la misma tienda Jusfer al otro prestamista. Abre con el juego de llaves que había sustraído en casa de Emilio y espera escondido a Félix, que entra confiado. Con el truco habitual, Emilio le sujeta por detrás tirando hacia abajo de su chaqueta y le dispara dos veces en la nuca. Luego busca la carta y el anillo de Beryl, sin encontrarlos, y se lleva varios objetos de valor. Antes de huir se cambia el traje, que queda muy manchado de sangre.
 
Pero no podía salir bien de tanta muerte. José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris, acosado por la policía, que le descubre por sus relaciones con los asesinados, es detenido a las doce del mediodía del martes 22, cuando intentaba recoger en una tintorería de la calle Orense aquel traje tan manchado de sangre que había dejado a limpiar.
 
Las muertes de las dos mujeres, una de ellas embarazada –Amparo Alonso– hizo especialmente odiosos sus crímenes. Jarabo resultó condenado a la pena capital. Fue el último ejecutado en cumplimiento de sentencias dictadas por la jurisdicción ordinaria.
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