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DRAGONES Y MAZMORRAS

Canciones para un corazón triste

A estas alturas, ya está una hasta la coronilla de la polémica sobre los premios literarios. En España es relativamente novedoso ponerlos en solfa, y hay quien piensa que no debería hacerse, que eso desmoraliza a los lectores y que el desprestigio de los premios perjudica a la larga a la lectura.

Pero eso es aquí, en España, donde tragamos lo que nos echen y donde el espíritu crítico hay que buscarlo con lupa. En otros países no son tan modositos. En Francia, por ejemplo, inventora indiscutible de la vida literaria, hace ya mucho que los periódicos y los comentaristas culturales (cuesta decir "críticos") están dale que dale, mareando la perdiz. Se hacen incluso encuestas sobre la influencia de los premios en el público lector, y los resultados más recientes deberían disuadir a las editoriales de gastarse tanto dinero para nada, ya que indican que sólo importan a un 14%.
 
Soy incapaz de avanzar qué daría una encuesta similar entre los lectores españoles, pero me temo que no discreparía demasiado. No me extrañaría que ese 14% comprara el libro premiado para hacer un regalo. De hecho, la mayoría de los premios se dan en otoño pensando en la Navidad, la otra gran etapa del año después de las vacaciones de verano. Es muy cómodo regalar un premio. En definitiva, si no gusta, la culpa la tiene el criterio del jurado y no el del comprador.
 
Y aquí llegamos al quid del asunto: el jurado. Es patético comprobar su inoperancia, su extrema fragilidad y, sobre todo, su indiscreción. Los ejemplos en España han sido muy recientes, y no necesito ni recordarlos. Que a Juan Marsé se le caliente la boca cuando le preguntan por las obras premiadas puede resultar intempestivo, pero es totalmente comprensible. Pero que el presidente del jurado del premio Ciudad de Torrevieja exprese públicamente su rechazo a la ideología de la obra premiada no es de recibo, y aún menos que se le aclame como a un paladín ¡de la libertad de expresión!
 
En Francia acaba de pasar algo parecido con el premio Goncourt. Una vez más, y empieza a ser costumbre, se lo han negado a Michel Houellebecq, cuya novela La posibilidad de una isla (creo que finalmente éste será el título español) era una de las candidatas, y a la prensa le ha faltado tiempo para contar que a François Nourrissier, crítico influyente, presidente del jurado y fan del escritor, casi le da una alferecía. "Ha triunfado la prudencia, la moderación y la independencia de criterio", leo en alguna parte que dijo alguien, para justificar la sustitución. Es decir, están confesando que les ha movido la ideología y no la calidad literaria, sin contar con que les fastidiaba un montón que Nourrissier se saliera con la suya.
 
Desde luego, el ganador, François Weyergans, un novelista belga (son muchos los escritores franceses a quienes les pasa eso) resulta bastante neutro en comparación con Houellebecq, y no plantea ningún problema de "ética" (así llaman los progres a la política) a los actuales censores: no protesta, no denuncia, no describe la maldita realidad, tan catastrófica como lo que está ocurriendo ahora mismo en la ciudad de París, tras muchos años de practicar la alianza de civilizaciones. Weyergans trata, y no seré yo quien se queje, de la escritura, de la complejidad del proceso creativo, de las relaciones con la madre (la novela se titula precisamente así, Tres días en la casa de mi madre), porque lo correcto ahora es eludir el compromiso, dar la espalda a la realidad, negar la evidencia y cantar canciones a un corazón triste.
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