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PANORÁMICAS

Martirologio republicano

Cuando se estrenó Lo que el viento se llevó, no creo que nadie en EEUU la criticase por ser "otra película sobre la Guerra de Secesión". En Estados Unidos se hacen muchas películas sobre el pasado del país; y sobre el presente; y sobre el futuro.

Cuando se estrenó Lo que el viento se llevó, no creo que nadie en EEUU la criticase por ser "otra película sobre la Guerra de Secesión". En Estados Unidos se hacen muchas películas sobre el pasado del país; y sobre el presente; y sobre el futuro.
Como ha contado Federico Jiménez Losantos, se acaba de emitir en la televisión de EEUU una serie sobre John Adams, el menos cinematográfico, en teoría, de sus primeros dirigentes. Centrándonos en el ahora, ¿qué mejor retrato sociológico de la América que decidirá entre Obama y McCain que Los Soprano? ¿Y qué mejor cursillo acelerado de política en acción que El ala oeste de la Casa Blanca? El candidato demócrata podrá convertirse en el primer presidente afroamericano, pero en la ficción ya hemos admirado a Palmer, el inmenso líder negro de un país atacado por los terroristas en 24, por cierto, sin hacer mención al componente racial.
 
Volvamos a la película de David O. Selznick. La protagonista es una aristócrata sureña, esclavista, ambiciosa y frívola. Pero también todo un carácter, valiente y decidida, de una sola pieza. Hasta un cínico como Rhett Butler se rendirá ante el juramento crepuscular de la niña decida a no volver a pasar hambre. Pero lo que evita que Lo que el viento se llevó sea simplemente una peliculita fantástico-romántica, lo que le hace un elemento iluminador de aquella época, es la exposición, a través de una puesta en escena rica y compleja, de los conflictos sociales de la misma. Mientras Scarlett O'Hara duerme la siesta, Butler da cuenta a los caballeretes sureños de las razones por las que nunca podrán ganar la guerra, en lo que resulta ser una de las más claras explicaciones desde el punto de vista materialista-cultural que se han dado en una pantalla.
 
Este excurso por el cine hollywoodiense me sirve para mostrar por contraste la pobreza formal y de contenido de Los girasoles ciegos, de Cuerda y Azcona.
 
¿Por qué suelen ser tan malas las películas españolas sobre la Guerra Civil y sus aledaños? En primer lugar, porque todas ellas son académicas, entre el hieratismo y el cartón piedra. En segundo lugar, porque buscan emocionar, contentar, satisfacer a un presunto "espectador medio" mitificando a los propios y mistificando a los contrarios. En tercer lugar, porque ninguna roza el misterio que aún subyace en el conflicto que dividió mortalmente a los españoles: la deconstrucción de la España republicana, traicionada por la derecha y la izquierda respecto a los ideales liberales para lanzarse a la búsqueda de unas utopías que la destruyeron. Naturalmente, hay brillantes excepciones.
 
En este sentido, el libro de relatos de Alberto Méndez –que, titulado Los girasoles ciegos, es igualmente un caso paradigmático de miopía moral y política– se sostiene por una prosa lírica que en sus mejores momentos se acerca al horror de Cormac McCarthy, mientras que en sus peores se manifiesta con la sentimentalidad dulzona tan querida a series televisivas como Cuéntame. En sus páginas se aprecian algunos de los peores sesgos de los dogmas de la ideología asociada al movimiento político a favor de la memoria histórica: la parcialidad en la evaluación histórica, el maniqueísmo como simplista dialéctica de contrarios y la denuncia de los crímenes del bando enemigo como una expiación de los pecados propios.
 
De los cuatro relatos que componen el libro, Cuerda y Azcona han elegido uno y medio. La parte del león se la lleva el del acoso y derribo amoroso de un joven diácono lujurioso a la madre de uno de sus pequeños alumnos, cuyo padre aparece como asesinado por los rojos, cuando realmente se oculta en una habitación secreta de su propio hogar. La cola del ratón narrativo se dedica a la huida por las montañas de un joven poeta, a cuya cabeza han puesto precio los sublevados, y su novia embarazada.
 
En la complejidad formal reside el mayor valor literario del libro de Méndez. En el relato del amor fou del diácono por la presunta viuda se entremezclan las voces del niño convertido en adulto que recuerda los traumáticos acontecimientos que vivió, la neutral del narrador y la alucinada y desesperada del religioso, que entre latinajos va desgranando su amor espiritual por la madre patria y su amor carnal por la madre prieta. Esta complejidad de voces es sustituida por Cuerda/Azcona con una sola línea monocorde y monotemática que impone al espectador un punto de vista plano sobre unos personajes mal dibujados y peor interpretados. El rencor anticlerical del tándem Cuerda/Azcona les lleva al menosprecio por el personaje del diácono, asaltado por la testosterona y el patrioterismo, olvidando que, como dijo Blake sobre Milton, el buen poeta, aunque no quiera, termina por ponerse del lado del ángel malo.
 
No hay un ápice de grandeza en el descafeinado protagonista de una pasión que Cuerda rueda de forma sosa y vulgar. Es un insulto a la inteligencia del espectador la manera en que explicita el volcán libidinoso que no deja dormir al novicio. Es una invitación al duermevela los planos y contraplanos mecánicos con que filma las conversaciones entre el díácono y su guía espiritual. Dice Cuerda que el público joven se reía durante la proyección de dichos parlamentos, e interpreta que las carcajadas se debían a las absurdas disquisiciones teológicas sobre el sexo de los ángeles. Pero también es posible, y más probable, que se estuviesen riendo de él, de su forma de rodar prehistórica. Y es que Cuerda presume de rodar a la manera decimonónica. El suyo es un cine masticado, regurgitado y finalmente evacuado. Por ejemplo, mientras que en el original es el niño el que lee a su padre encerrado fragmentos de Alicia en el país de las maravillas, lo que en sí mismo constituye una bella y sutil metáfora, en la película Cuerda hace recitar, desde un enfático contrapicado, a Javier Cámara con voz transida un poema de Antonio Machado a su hijo, que, claro, entiende poco. El espectador, demasiado.
 
 
LOS GIRASOLES CIEGOS. Director: José Luis Cuerda. Guión: Rafael Azcona y José Luis Cuerda (a partir de un libro de relatos de Alberto Méndez). Fotografía: Hans Burman. Música: Lucio Godoy. Intérpretes: Maribel Verdú, Javier Cámara, Raúl Arévalo, Irene Escolar, Martín Rivas, José Ángel Egido, Roger Princep. Calificación: Vulgar (5/10).
 
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