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SERRANO SUÑER

Dos velocidades

Serrano Suñer era el último personaje de talla histórica que sobrevivía en nuestra patria. Esa talla la alcanzó en los escasos años de su instalación en las más altas esferas del Estado.

De esas esferas, como es sabido, fue apartado sin contemplaciones y sobre ellas no dejó de reflexionar y de explicarse a lo largo de su larga y venturosa existencia. Yo tuve la suerte de merecer su amistad durante su último cuarto de siglo, y en más de una ocasión lo he tenido presente; la última, con motivo del centenario de quien Serrano fue amigo y albacea: José Antonio Primo de Rivera. Naturalmente, en todos estos años, en los que además me hizo señalados favores, hemos conversado de todo lo divino y lo humano, pero lo que me haya podido decir de interés público está en sus escritos, en los que con buen estilo da su versión de hechos importantes de los que fue protagonista y último testigo.

Debo decir que llegué a ser amigo suyo por haberlo sido de Dionisio Ridruejo. Recientemente, en uno de estos libros bien intencionados en los que se pretende descalificar a los grandes escritores falangistas, he podido leer que Dionisio se opuso a la Unificación. A mí en cambio me contó el interesado que él había sido partidario de la Unificación porque las masas necesitaban un jefe y Franco era el único en ese momento dotado para la jefatura. Quien no lo quiera entender, que se lea a Ortega, que es de donde vienen las mejores ideas de aquella Falange. Además, Ridruejo estaba entonces a las órdenes de Serrano, el cual estaba a su vez a las órdenes de quien sabemos. La carrera política del Cuñadísimo culminó como es sabido en el otoño de 1940 en Hendaya y Berchtesgaden, encuentros cuyo resultado libró a España de la segunda guerra mundial. Sobre esos encuentros especulan a placer esos historiadores superdotados que leen el pensamiento de personajes que no han conocido. En cambio, los historiadores serios se atienen a los hechos y a los documentos. No sabemos, por ejemplo, cómo José Antonio, de haber vivido, habría tomado la llamada Unificación. Lo único que sabemos es cómo la tomaron sus dos albaceas: Serrano Suñer y Fernández Cuesta. Sobre Hendaya y Berchtesgaden, Serrano se explicó por escrito, y las lagunas que pudiere haber las colman los documentos de la Wilhemstrasse. Que Franco y Serrano se salieron con la suya es un hecho, aunque lo más probable es que Serrano se saliera con la de Franco. A ello le ayudaron dos personajes importantes: Von Weiszäcker, padre de un presidente de la Alemania Federal, y el almirante Canaris, ajusticiado por su participación en la conjura de Von Stauffenberg. Todo esto es sabido, como es sabido lo del salvamento de judíos, cosas que no encajan en la falsísima imagen que el régimen actual quiere dar del régimen anterior.

El 31 de marzo de 1941, el honorable John C. Cudahy, que entre 1933 y 1939 había sido embajador de Estados Unidos en Polonia, en Irlanda y en Bélgica, donde presenció la invasión alemana, enviaba a la revista Life desde Berlín, donde estaba de corresponsal, una crónica sobre la España famélica de aquellos años que incluía entre otras cosas las solemnes honras fúnebres por el recién fallecido Alfonso XIII en San Francisco el Grande y una entrevista en el palacio de Santa Cruz con el entonces ministro de Asuntos Exteriores, en la que éste afirmaba el profundo agradecimiento que España tenía a Alemania e Italia por haberla ayudado en su lucha contra el comunismo y la anarquía, pero que sería un error pensar que su política exterior estaba influida por esa ayuda. Otro grave error era, según Serrano, el que iban a cometer los Estados Unidos si intervenían en la guerra junto a los británicos, porque lo único que iban a lograr era prolongarla y el único que saldría ganando sería el bolchevismo. Hay que decir que en esta profecía Serrano acertó o se equivocó a medias, según se piense en cualquiera de las dos zonas en las que dividiría a Europa el Telón de Acero. Pensándolo mejor, acertó de plano, pues Stalin se quedaría con el santo y la limosna. Aún gallea el emblema de la hoz y el martillo en muchos países de lo que se llamó el “mundo libre”. Para Serrano lo ideal era la “coexistencia pacífica” —digámoslo con expresión anacrónica— entre Estados Unidos y Alemania, pues el mundo necesitaba sus dos grandes sistemas industriales. Esta germanofilia suya —explicaría Serrano— fue lo que salvaría a España de ser invadida, y desde luego propició su papel de víctima expiatoria al ser sustituido por el anglófilo Jordana aprovechando los sucesos de Begoña.

Que Serrano llegó a profesar por su “pariente”, como él decía, un odio africano, no seré yo quien lo niegue, y es curioso que su caída en desgracia se produjera el mismo año del apartamiento de Ridruejo, desengañado al ver que el régimen no llevaba su germanofilia hasta sus últimas consecuencias. Pero no dejemos que nuestras “afinidades electivas” nos desvíen de lo principal, y aquí lo principal, hasta el mes de agosto de 1942, fue el tandem Franco-Serrano. En estos dúos la opinión pública suele hacer un reparto de papeles: uno es el bueno y otro el malo, y esa bondad y esa malicia han estado encarnadas en el uno o en el otro consecutivamente, según los vientos que soplaran. También es ese reparto de papeles muy útil a la hora de negociar con el adversario y, si no, que se lo pregunten a Ibarreche y a Otegui, por ejemplo. La gran diferencia es la que va de querer salvar a un país de una guerra a la de querer descuartizarlo, pero la técnica es la misma. A lo que voy es que tanto el “Sancho Panza” “lento de mente y movimiento” como el “Don Quijote” “rápido como un cuchillo en palabras y hechos”, según sus contemporáneos, iban a lo mismo, obviamente a dos velocidades.

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