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ECONOMÍA DE GUERRA

En Bagdad no hay un McDonald´s

Ni en Siria, ni en Irán, ni en Corea del Norte. Sí, ya sé que en Belgrado había uno y que eso no impidió que las bombas de la OTAN no dejasen de caer sobre Yugoslavia hasta que Milosevic se vio sentado delante de un tribunal de jueces decentes. Pero todas las reglas tienen su excepción, y la Ley de los Arcos Dorados también.

Su único artículo reza: “Nunca ha habido dos países, ambos con McDonald´s, que hayan tenido una guerra desde que McDonald´s se instaló en ellos”. La Ley de los Arcos Dorados fue formulada por un periodista económico, Thomas Friedman, y es mucho más que una constatación ingeniosa. Es la prueba de que cuando se ha subido al tren de la globalización el precio de volver a bajarse es intolerablemente alto para todos los pasajeros del vagón. Porque, en todas partes, detrás de la franquicia de McDonald´s, detrás de la asunción del modelo liberal de economía de mercado, llega la posibilidad de que la gente, muchísima gente, sienta que también puede acceder a los estándares de vida de la clase media norteamericana. Y la utopía posible —la hamburguesa, el utilitario y los veinticinco días al año de vacaciones pagadas en el extranjero—, el estilo midel class tan denostado por nuestros intelectuales mimados del Primer Mundo, es algo que nadie está dispuesto a perder por culpa de un presidente descerebrado, un coleccionista de carbunco o un profeta milenarista.

Pero el camino hacia la paz del big mac doble no ha sido fácil. Por ejemplo, desde 1495, hasta que a alguien se le ocurrió pagar el canon para poder instalar el primer restaurante de la red en París y parar así la carrera, la pacifista Francia ocupa el primer puesto en la lista de países implicados en más guerras; ha participado en cincuenta; y Austria, otro país McDonald´s, se reserva el segundo lugar con cuarenta y siete; y esa medalla de plata en el podium universal de la barbarie lo ha conseguido el mundo germánico sin necesidad de incluir en el cómputo de méritos lo que ocurrió tras el famoso Anschluss, la anexión de la tierra natal de Hitler a Alemania.

La Ley de los Arcos Dorados es la constatación más clara del éxito de la progresiva generalización de ese modelo anglosajón que se inspira en los principios de democracia política, liberalismo económico y aceptación de la globalización. Es la prueba de la hegemonía americana, pero, sobre todo, lo es del poder de las hamburguesas sobre los cañones. Pero esos principios, y la prosperidad que se deriva de ellos, requieren de la existencia previa de mecanismos legales que protejan al individuo contra la arbitrariedad del Estado. Y ésa es la razón última de que el mundo islámico se esté quedando solo, al margen de la tendencia general. Porque, por alguna razón que tiene que ver con la subordinación del individuo a la comunidad que impone la cultura islámica, en el mundo sólo existe un país musulmán —Mali— que pueda ser considerado como una democracia liberal homologable (y en el mundo hay cuarenta y tres países islámicos). Porque, por alguna razón que tiene que ver con una cota infranqueable que impone la ética civil islámica, no existe ni un sólo país musulmán que haya sido capaz de dar el salto del subdesarrollo a la modernidad. Y es que el Corán, además de la sumisión absoluta al poder establecido, también enseña cómo distribuir la riqueza, pero no contiene ni una sola pauta sobre cómo crearla.

Y la opción por la huida hacia delante que representan tanto el islamismo radical como el expansionismo militarista de caudillos iluminados, tipo Sadam, son una forma límite de rechazo de la modernidad que, de tolerarse, no sólo puede conducir al desastre a esas sociedades sometidas, sino también al resto del mundo. Porque era el resentimiento y la frustración por la conciencia de ese fracaso histórico colectivo lo que se escondía tras el brillo de los ojos de Mohamed Atta, el piloto kamikaze cuya mirada fiera reprodujeron todos los medios después del 11 de septiembre. Detrás de esa mirada estaba la forma extrema del odio a Norteamérica; de la envidia, ese socialismo de los imbéciles, a Norteamérica; de la obsesión anti americana que allí —y aquí— se racionaliza con el prejuicio absurdo de que la riqueza de los ricos tiene que proceder necesariamente de la pobreza de los pobres.

Esa mirada nihilista nacida de la insoportable certeza sobre la incapacidad propia no era tan distinta a la de esa española que cantaba el otro día a la efigie de genocida Sadam, en Bagdad. También era la mirada de alguien que necesita mitos, no argumentos. La de Atta, en el fondo, traslucía los mismos sentimientos de los que, en Europa, se alegraron de lo que hizo. Porque ellos no necesitaron ninguna prueba sobre quiénes eran los responsables para celebrar inmediatamente el ataque a América. Por ejemplo, tras el 11-S no necesitó ninguna prueba Máximo para que sus chistes en El País innovaran con un punto alegre su habitual tono pretencioso; y, sin embargo, ahora todas las pruebas del mundo sobre la reiteración de una amenaza mayor resultan insuficientes para que, por ejemplo, su hijo —uno de los dos cómicos que presentaron la gala de los Goya— deje de dar saltitos contra América siempre que se le pone una cámara delante.

George Sorel, uno de esos escritores franceses que consiguieron arruinar la vida de tantos de sus lectores, recomendaba defender siempre mitos, nunca argumentaciones. “Si te colocas en el campo de los mitos, eres inmune a la refutación crítica”, dejó escrito. Y si no supiera que lleva décadas enterrado, pensaría que era cosa suya el “nunca máis a la guerra” con el que responden al desafío del arsenal químico y biológico de Sadam, Francia —el principal proveedor de armas a Irak—, Alemania —la principal responsable de la carnicería yugoslava—, y Zapatero, el principal estadista de la provincia de León.


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