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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Stalin

Murió el 7 de Marzo de 1953, dentro de unos días hará 50 años y ya comienza a celebrarse este aniversario. Murió de un ataque cerebral, de noche, a los 74 años, y tuvo, se dice, una larga agonía, porque sus prójimos sentían tal pánico que no se atrevieron a entrar en su dormitorio, ni a llamar a un médico, dejándole morir a solas.

Recuerdo los tambores en la noche y las lágrimas y los lutos, tras esa muerte inesperada, ¿cómo es posible, no era inmortal? No sé por qué me encargaron conducir una pequeña delegación de la JSU a la embajada soviética, calle de Grenelle, en París, para presentar el pésame de la organización juvenil comunista ante la pérdida del Dirigente Supremo, el Padrecito de los Pueblos.

Digo que no sé por qué, pues por aquellas fechas yo no era muy militante, ni responsable de nada, en ninguna organización comunista. Tal vez, me digo hoy, precisamente por eso me enviaron, ya que se sabía que la embajada soviética estaba vigilada por la DST, el servicio de contraespionaje francés, y era preferible que ningún dirigente “saliera en la foto”. Y como yo era un don nadie y sabía llevar corbata debieron considerarme idóneo para esos menesteres funerarios. El caso es que fui y me extrañó el ambiente de la embajada. Entregué la carta de pésame, recité las frases consabidas y me respondieron fríamente: “Sí, es una gran pérdida, pero el Partido y la URSS prosiguen firmemente su lucha por el comunismo”. Algo así. ¡Tan tranquilos, cuando lo habían perdido todo! ¿O no era Stalin TODO? Incluso me pareció notar una extraña alegría disimulada, pero como han pasado tantos años y he leído tanto sobre la URSS y el comunismo, puede que las cosas se mezclen en mi mente. Tampoco sería nada imposible que los diplomáticos soviéticos en París, más al tanto de la siniestra realidad que los millones, por aquel entonces, de militantes y simpatizantes engañados y satisfechos por serlo, se alegraran efectivamente, sintieran poderoso alivio ante la muerte del déspota.

Eran años difíciles, la Guerra de Corea (1950/1953) había dado un carácter violento a la llamada Guerra Fría. Stalin, como siempre prudente fuera de sus fronteras, había lanzado audazmente a los norcoreanos, y luego a los chinos, a la conquista de Corea del Sur, cosa que los USA, prácticamente solos, lograron impedir. Pero no voy a recordar los diferentes episodios y guerras de todos esos años, sino decir dos palabras sobre ese fenómeno que ha venido a definirse, púdicamente, como “culto a la personalidad”.

Poco antes, o poco después, no recuerdo, de la muerte de Stalin se había publicado en Francia la traducción de un texto suyo sobre teoría lingüística, enfocada bajo el ángulo marxista, con la introducción de la lucha de clases en la semántica. Un día, un camarada mayor y más responsable que yo me preguntó si había leído esa “obra maestra”. Ingenuo e imprudente declaré que Stalin, si ya era el heredero de Lenin, el dirigente indiscutible de la URSS y del movimiento comunista mundial y bastantes cosas más, me parecía innecesario convertirle, además, en un genio de la lingüística. “¡Pero resulta que lo es! También es un genio de la lingüística. Y te recomiendo muy seriamente que leas su libro cuanto antes!”, me respondió el “camarada”, furibundo. Esta pequeña anécdota no refleja, sino muy parcialmente, la profundidad del culto a Stalin, un fanatismo que solo puede equipararse con el integrismo islámico, porque yo conozco a muchos católicos, por ejemplo, con los cuales puedes discutir pausadamente del papel de la Iglesia en la Historia, o de la (in)existencia de Dios, cosa imposible con un integrista musulmán, y cosa aún más imposible, con un estalinista, tratándose de Stalin. Maticemos, evidentemente, en la URSS, y más tarde en las “democracias populares”, si bien hubo momentos de fervor popular en los comienzos, la realidad del totalitarismo convirtió el fervor en pánico y la fe en oportunismo. También es cierto que algo muy semejante ocurrió en la Alemania nazi, con Hitler.

Durante el franquismo, en España, las cosas fueron algo diferentes a lo que lo fueron en el exilio, en Francia, en Italia y en otros países occidentales con influencia comunista. A partir de 1956, más o menos, en las Universidades y en las empresa, pasaron por el PCE algunos centenares —bueno, digamos algunos miles, para el caso da lo mismo, ya que se sabe en qué ángulo oscuro está hoy el PCE— cuando la fanática mitología estalinista estaba de cuarto menguante. Sólo en las familias comunistas los padres habían, a veces, logrado transmitir a sus hijos el culto a Stalin, pero se trataba de muy poca gente. El fenómeno al que quiero aludir, y que nadie ha analizado en serio, que yo sepa, es ¿cómo ha sido posible que todos los dirigentes de todos los PC, habiendo sido estalinistas hasta la médula, hasta el punto de que la menor crítica a Stalin se veía fulminantemente sancionada con la expulsión, cuando no la deportación o el asesinato, hayan podido abandonarle como si jamás hubiera existido?

No se trata, como para nosotros, los cretinos de a pie, del horror y la repulsa que resultaron del descubrimiento, o la confirmación, de la realidad del totalitarismo, con su Terror y sus gulags, porque el número de muertos no entra en los análisis del materialismo condenados por Marx, Lenin, Trostki, Stalin y hasta por Althusser y otros exquisitos filósofos marxistas. De la misma manera que fueron estalinistas hasta las cachas, hasta el crimen, se desembarazaron del estalinismo de manera perfectamente estalinista: después de Lenin, Stalin fue el artífice de todo y después de su muerte, se convierte en el único culpable de todo. Cotejar los escritos del estalinista Santiago Carrillo —y todos los demás— con lo que escribe ahora resulta bastante sabroso: parece como si Stalin hubiera sido el presidente de un partido radicalsocialista asiático. Federico Sánchez es aún más cínico, porque afirma que él jamás fue estalinista —¡cuidado, quedan archivos!—, cuando no sólo es mentira, sino que fue el más estalinista del “politiburó” español durante la crisis de 1956 (XXº Congreso del PCUS y aplastamiento por el ejército soviético de la sublevación húngara; “desmelenamientos magiares”, los calificó entonces).

¿Cómo se puede cambiar de fe, de fanatismo, de ideología como si de una corbata se tratara? Eso demuestra que son gentes de poco fiar, capaces de matar por una “idea” y de abandonarla como corbata usada, en aras del becerro de oro y poder. Resulta que es mucho más grave: cómplices activos del estalinismo y de sus innumerables crímenes, al renegar de su “dios”, piensan que la Historia les absolverá. La televisión, sí, la Historia, ni hablar.


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