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COMER BIEN

Gastronomía: Lo rancio es... rancio

El Diccionario enseña que “rancio” “se dice del vino y de los comestibles grasientos que con el tiempo adquieren sabor y olor más fuertes, mejorándose o echándose a perder”. También se aplica a “las cosas antiguas” y a “las personas apegadas a ellas”. Nos vienen muy bien ambas acepciones.

El Diccionario enseña que “rancio” “se dice del vino y de los comestibles grasientos que con el tiempo adquieren sabor y olor más fuertes, mejorándose o echándose a perder”. También se aplica a “las cosas antiguas” y a “las personas apegadas a ellas”. Nos vienen muy bien ambas acepciones.
Hay en España algunos vinos tradicionales llamados “rancios”, hoy muy poco conocidos, de los que quizá los más ilustres sean los “fondillón” alicantinos; son vinos elaborados con variedades propicias al envejecimiento oxidativo, de alta graduación —de 15 a 16 grados— y que se crían en barrica o tonel en condiciones de oxidación por acción de una temperatura media-alta. Otro sistema consiste en envejecerlos en garrafas de cristal que se dejan a la intemperie; el sol y el calor, en contraste con el frío nocturno, hacen que envejezcan más rápidamente. Pero no es de esto de lo que queremos hablar.

Sí de otros rancios. Quien consulte un libro de cocina de los dos primeros tercios del siglo pasado verá que, en las recetas de frituras, se prescribe poner aceite en una sartén y “quitarle el rancio”. Era una operación que, normalmente, se hacía echando en el aceite unas rebanadas de pan —que, de mis años infantiles, recuerdo como una golosina— o un trozo de cáscara de limón. El dichoso rancio pasaba al pan, o al limón, y a partir de ahí el aceite servía para freír. Hoy, huelga decirlo, ningún aceite virgen, ni de los otros, precisa que se le elimine el “rancio”: se trata de un rancio (primera acepción) francamente rancio (segunda).

Pero hay mucha gente aficionada a otra cosa rancia. Hablo de quienes no imaginan un caldito, incluso esa quintaesencia del caldo que es el del cocido, sin añadirle un hueso de jamón. Y ese hueso, normalmente, hace que ese caldo sepa, más bien más que menos, rancio. A mí, qué quieren que les diga, ese toque rancio me estropea el caldo; pero hay gente que no lo considera perfecto si no huele y sabe rancio. Y soy de los que creen que un jamón rancio es un jamón que se ha echado a perder, por usar la misma terminología que el Diccionario.

Fijémonos en una cosa tan habitual como las lentejas. Todavía hay casas, de comidas o particulares, donde unas lentejas saben, inevitablemente, a rancio, por el hueso de jamón que se les echa. Pero no es la única cosa rancia que puede haber, que había y aún hay, en muchos platos de lentejas “tradicionales”. Chorizos dudosos, sometidos enteros o cortados en trozos gruesos a largas cocciones con las leguminosas; ajos perfectamente visibles recocidos, y menos mal cuando están visibles, porque meterse en la boca uno de esos ajos reblandecidos es cualquier cosa menos agradable... Hoy cocinamos las lentejas de otra forma, más “limpia”, y eso han salido ganando las lentejas... y nosotros.

Es como el propio ajo. A mí me encantan muchas cosas con un toque de ajo, pero no puedo decir que me entusiasme el ajo en sí. Verán: si en casa hay que hacer algo que precise que el aceite adquiera el aroma del ajo, lo normal es que cortemos el ajo en láminas, calentemos el aceite con ellas y, cuando se han dorado, que no quemado —el del ajo quemado es otro sabor insoportable—, las extraemos de la sartén escurriéndolas con una espumadera, las colocamos sobre unas rebanadas de pan, les ponemos un poco de sal y las convertimos en un aperitivo que nos gusta mucho. Pero mucho menos nos gusta encontrarnos luego los ajos en el plato.

Caso, por ejemplo, de las típicas angulas. Sé que hay quienes gustan de comerse, al mismo tiempo que esos carísimos conatos frustrados de anguila las láminas de ajo frito y hasta los aros de guindilla, todo en su cazuelita de barro y con tenedor de madera. Pues... todo puede mejorarse. Si hacen las angulas, siempre brevemente, en un aceite en el que antes han dorado el ajo con la guindilla, retirando ambos elementos antes de poner las angulas, llevarán a la mesa un plato en el que se come todo, sin “estorbos”, lo que llamamos “limpio”. Y, ya puestos, es bastante mejor sustituir la cazuela de barro por una de porcelana y si, como me ocurre a mí, no soportan el tacto de la madera basta en los labios, usar un tenedor normal que otro de madera.

Y es que, en la cocina del siglo XXI, que sigue bebiendo de las fuentes creadas por lo que se llamó, en los 70, “nouvelle cuisine”, lo rancio, sea aceite, jamón o ajo requemado, tiene poco futuro... si exceptuamos algún que otro viejo Fondillón alicantino a la hora del postre.
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