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DRAGONES Y MAZMORRAS

Los negros del traductor

Como todos los años por estas fechas, desde hace ya doce, he asistido en Tarazona (Zaragoza) a las Jornadas sobre traducción literaria que organiza la Casa del Traductor de esa villa, con el patrocinio de diferentes instituciones públicas y privadas, estatales, paraestatales y autonómicas. Hermosa peregrinación para la que hay que recorrer, desde Madrid, un espacio lo suficientemente dilatado de España como para apreciar su diversidad geográfica.

De las feraces vegas del Duero pasando por los páramos de la Extremadura soriana y de Aragón, hasta llegar a las estribaciones del Moncayo, la naturaleza nos regala con su mejor paleta y es un placer, sobre todo en el momento crepuscular de la vuelta, contemplar tal cantidad de sueño bajo un velo encendido, que diría Paul Valéry. Descartado mi indudable interés por la traducción y la literatura, y a riesgo de que se me tache de esteticista, este "intenso cromatismo otoñal" es uno de los motivos principales que me lleva a esas tierras, unido al laudable propósito de hacerme con el mejor aceite de oliva que pueda darse y no me corto. Suelo comprarlo en una vieja almazara, situada muy cerca de la Casa del Traductor, por cierto. Para que te atiendan, hay que llamar al dueño por teléfono, como si fuera el párroco de alguna iglesia de pueblo. El joven que nos atendió pertenecía ya a la cuarta generación de aceiteros y, lleno de orgullo, nos enseño la fábrica semi derruida que todavía mantiene la maquinaria en pleno uso. Este año hube además de felicitarle pues en 2003 les habían concedido un premio a la empresa artesanal más antigua de Aragón, lo que testimoniaba gráficamente un recorte de periódico ampliado en el que se veía al Príncipe de Asturias –todavía sin Leticia– entregándole el galardón.
 

En la visita me acompañaban Soledad Puértolas –la escritora invitada este año para el congreso– y Francisca González Arias, su traductora al inglés. Esta hispanista norteamericana de origen gallego es profesora de español en Boston. Está especializada en una autora que me es muy cercana, doña Emilia Pardo Bazán, sobre la que ha escrito numerosos artículos. Cuando leyó Burdeos, de Soledad Puértolas, inmediatamente quiso traducirlo. Tardó algún tiempo en encontrar editor (los anglosajones son muy suyos y les importa muy poco la literatura contemporánea ajena) pero lo consiguió. El otro traductor invitado para hablar con "su autora" fue el francés Claude Bleton, que como buen hispanizante –término acuñado por ellos mismos para diferenciarse de los hispanistas propiamente dichos, con todas las diferencias académicas y eruditas que ello implica– ha traducido más de cien títulos de novelistas españoles contemporáneos: Gonzalo Torrente Ballester, José Jiménez Lozano, Carmen Martín Gaite, Luis Mateo Díez, por supuesto, Soledad Puértolas y muchos más. Pero el protagonismo de Bleton no se quedó ahí sino que se prolongó de manera muy especial con la presentación de su primera novela, que tiene el significativo título de Los negros del traductor. Como verán ni el título ni la ocasión podían ser más oportunos. La novela acaba de publicarse en Francia con éxito y ha sido traducida en un tiempo récord. La editorial "El Funambulista", que se ha encargado de publicarla, es nueva y ha sido fundada por una serie de jóvenes traductores que trabajan en las instituciones europeas. Su director, Max Lacruz, es hijo del famoso editor Mario Lacruz de quien todos guardamos el mejor recuerdo, y con esta editorial pretende hacer realidad aquello de que "de casta le viene al galgo". Pues bien, la traducción de esta novela, que se presenta como un guiño metaliterario pero que es mucho más profunda de lo su argumento podía dar a entender, ha sido objeto de un experimento lingüístico que, en mi opinión, no ha favorecido en modo alguno el resultado.

En ella han intervenido cuatro traductores, María Teresa Gallego, Andrés Ehrenhaus, Miguel Sáenz y Jesús Zulaika. Cada uno, en sí mismo considerado, es un excelente traductor, pero el conjunto de estilos –entiendo por estilo el modo en que cada cual utiliza los recursos morfosintácticos de la lengua– forzosamente afecta al conjunto y tal parece que la novela estuviera redactada a trompicones y con evidente descuido. Conozco muy bien la teoría de la "partitura" y de la ejecución musical con la que se compara muchas veces a la traducción, y estoy de acuerdo con ella, en lo que se refiere a su aprendizaje, pero a la hora de ejecutarla en público conviene tener un criterio unitario o al menos un director de orquesta. Dicho esto, o a pesar de esto, la novela es una delicia. Este es, resumiendo muy deprisa, su argumento: Un traductor francés del español, harto de que los escritores españoles pierdan su tiempo en las tascas y tarden tanto en escribir una nueva novela, decide ponerse a la tarea él mismo, escribiendo novelas con la única intención de que sean las traducciones de unos originales todavía inexistentes, que encargará a diferentes autores españoles. Cuando algunos de estos se cansan del juego, el traductor empieza a eliminarlos. Esa alta mortandad entre novelistas españoles contemporáneos empieza a resultar sospechosa y eso supone la caída absoluta del original traductor quien, tras la funesta experiencia sigue firme en sus teorías sobre la creación y la escritura: "un autor es un señor que sabe devolver una traducción al texto original, un señor que exige una buena traducción para escribirla luego como Dios manda, un impostor que copia el modelo". Como ven, todos los fantasmas del traductor y del escritor están presentes en esta singular recreación del mito faústico.

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