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LA POLÍTICA, A PESAR DE TODO

El nombre de España

En este año de conmemoraciones institucionales de alto rango, como son el XXV Aniversario de la Constitución española y el de los Estatutos catalán y vasco, sorprende un fenómeno curioso, cuando no grotesco: estos cuerpos legislativos que, entre otros efectos, han descentralizado el Estado y desarrollado los gobiernos autonómicos, son ahora vistos con desagrado por algunos de quienes los administran. Les parece poco la parte y quieren cambiarlo todo. Incluido el nombre de la cosa.

En este año de conmemoraciones institucionales de alto rango, como son el XXV Aniversario de la Constitución española y el de los Estatutos catalán y vasco, sorprende un fenómeno curioso, cuando no grotesco: estos cuerpos legislativos que, entre otros efectos, han descentralizado el Estado y desarrollado los gobiernos autonómicos, son ahora vistos con desagrado por algunos de quienes los administran. Les parece poco la parte y quieren cambiarlo todo. Incluido el nombre de la cosa.
Y digo que el caso resulta pintoresco porque la gran mayoría de los españoles que aprobamos o consentimos semejante despliegue de autogobiernos regionales no éramos nacionalistas, ni siquiera menguados regionalistas, y en buena medida fijamos nuestra posición para satisfacer a los que sí lo eran. De esta manera, por medio de un gran pacto nacional, con concesiones y otras mercedes, parecía que se cerraba un contencioso particularista de rancio pasado, y podíamos seguir adelante juntos. Error. En estos días, contemplamos el chocante espectáculo de ver en el País Vasco a los partidos de ámbito nacional celebrar el Estatuto de Guernica, mientras que el Gobierno Tripartito de Vitoria y las facciones nacionalistas que lo sostienen observan con desprecio la escena, como si el asunto no fuera con ellos, como si aquello no fuese sino que otro montaje de los "españoles".
 
El lendakari Ibarreche, creyendo encarnar el lema de aquella antigua campaña publicitaria de RENFE que rezaba "Papá, ven en tren", y pasándose poderoso de estación, da por concluidos los acuerdos de antaño. Se planta de hecho en el "ámbito vasco de decisión" y, con la cara de Companys, poco le falta para proclamar por su cuenta el Estado propio. Esto sí que es una genuina política unilateral de hechos consumados. Como la que siguen los gobernantes y un gran número de gobernados en Cataluña. Allí, el Estatuto catalán ya sólo lo celebra Josep Piqué, siempre rápido de reflejos para querer ser más catalanista que nadie. Cuando luzca la matrícula con el CAT, o pida en Internet un dominio ídem, los nacionalistas de pro ya volarán en su propia compañía de bandera cuatribarrada o viajarán por todo el mundo en patines, que de momento es lo último para moverse con independencia. Tampoco los mandarines catalanes pedirán permiso para salir de España, o como quiera que se llame la cosa en el futuro. Si es que tiene futuro.
 
No deja de ser ocurrente el montaje éste que han organizado algunos sobre el nombre de España. Por un lado, desde el President hasta el último mono del partido (valga la redundancia), parecen quitarle importancia al tema, e incluso hacen con él frivolidades. Se trataría de un mero juego de lenguaje, de un irrelevante expediente nominalista; algo así como preguntarse por el color del caballo blanco de Santiago o del gato pardo que, a la luz o en la sombra, caza ratones. Ellos aseguran no ser nacionalistas (como los otros: PNV o CiU). Ellos están más allá de naciones e identidades; de esencialismos metafísicos y de sentimentalismos trasnochados; etc. Lo declaró recientemente uno de sus principales intelectuales orgánicos, rebosante de filosofía wittgensteniana: "En los ochenta peleé para que el catalán fuera usado en las instituciones europeas, no para que fuera nominado; reivindicaba su uso político, no un diploma de oficialidad." (Xavier Rubert de Ventós, "¿Está Cataluña en estado?", El País, 13/10/2004). Hoy, los socialistas catalanes discuten sobre si incluir de alguna manera la autodeterminación en el nuevo Estatuto, aunque no lo expresen así de claro: "de muchas maneras se pueden decir muchas cosas". He aquí el mensaje plural. Maragall no entra en debate. Él lo tiene muy claro: "Cataluña ya es independiente". Y punto.
 
Nombres, palabras, letreros, marcas, política lingüística... En el fondo, aunque lo pretendan enmascarar, están obsesionados con los rótulos y el nombre de las cosas. Piénsese, si no, en su seguimiento de sabueso sobre la manera de denominar a la lengua valenciana. O en ese rollo, ya mencionado, de las matrículas de los vehículos. O en sus chorros de spray sobre las indicaciones de carretera, para así "normalizarlas". O, cómo no, su meditación semántica de España, sea a propósito de las selecciones deportivas, sea por pura vocación. Ciertamente, son machacones estos filólogos de pacotilla, no importa que bastantes de ellos (tampoco es casualidad) sean titulados en la materia.
 
Por supuesto que la polémica acerca de los nombres es importante. Propóngase uno si no cambiarles la denominación de origen de Cataluña por otra cualquiera —por ejemplo, "Cuenca"— y verá. ¿Cuál es el problema, pues? Para estos nacionalistas quisquillosos, minimalistas y posmodernos, jibarizadores sólo de Estados que no soportan — y de cuyo auténtico nombre no quiero acordarme—, la cuestión es sencilla tratándose de catalanes, vascos y gallegos: sus patrias respectivas son "Catalunya", "Euskadi" y "Galiza". Pero, ¿cómo llamar a la nación de los españoles si resulta que España es el nombre que se le da al Estado español y no puede ser nación, porque nación ya son Cataluña, País Vasco y Galicia? ¿Lo oyen? Para el trabalenguas de los nacionalismos, España hace trampa si quiere seguir siendo Nación y Estado al mismo tiempo, puesto que ello supondría denominar igual a la Nación ("española") y al Estado ("español"). El plan es reservar el nombre de España a la nación, al mismo nivel que las otras tres y excluyendo de ella a sus respectivos habitantes, en el horizonte inmediato de un "Estado multinacional" que merece una designación "más neutral". Por ejemplo, "Celtiberia", "Hesperia" o… el "País de los Conejos", tal y como llamaban los fenicios a la Península Ibérica, recuerda otro burlesco nacionalista académico, C. Ulises Moulines, sacudiendo la Historia y los diccionarios. Luego, Maragall dirá.
 
¡Cuánta preocupación por el nombre y destino de aquello que desean desintegrar! Con todo, olvidan, ocultan y callan, que España es Nación y Estado viejos, pero plenamente viva y actual. Se hizo en Castilla, como advirtió Ortega, y fue sumando partes hace más de quinientos años hasta componer un resultado íntegro. Fue entonces cuando tuvo que hacerse un nombre propio. Y lo hizo. Asunto concluido. Julián Marías, puntualizando al maestro, ha escrito que Castilla se hizo España. Sea. El caso relevante hoy es este: "No se olviden los nombres. [A diferencia de Francia] la nueva nación de la Península Ibérica no se llamará como su parte mayor, Castilla, sino con el nombre que había unificado a todas sus tierras y había tenido unidad política —aunque no nacional— en la época visigótica: España".
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