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VISITA DE BENEDICTO XVI

Carta atribulada al Papa de la esperanza

Querido Santo Padre: Con temor y temblor escribo estas líneas en vísperas de su llegada a España. Pretenden ser memoria y testimonio de lo que hoy vivimos, sentimos, pensamos, muchos católicos españoles, en una tierra que, a lo largo de los siglos, ha crecido por la fecundidad de la fe, gracias a la generosa virtud de un pueblo, el español, cuyo presente histórico comienza a parecerse demasiado al pasado inmediato.

Querido Santo Padre: Con temor y temblor escribo estas líneas en vísperas de su llegada a España. Pretenden ser memoria y testimonio de lo que hoy vivimos, sentimos, pensamos, muchos católicos españoles, en una tierra que, a lo largo de los siglos, ha crecido por la fecundidad de la fe, gracias a la generosa virtud de un pueblo, el español, cuyo presente histórico comienza a parecerse demasiado al pasado inmediato.
Benedicto XVI

Santo Padre, nos sabemos herederos de una tradición, de un legado que hizo posible las más grandes gestas escritas en nuestros libros de crónicas: la fe en Jesucristo, muerto y resucitado, cuya imagen está presente en nuestras plazas y en nuestras calles. Un icono que comienza a ser signo de contradicción para quienes, de entre nosotros, ni entienden ni quieren entender el valor real y simbólico del crucificado resucitado. Somos un pueblo dado a la estética, al placer de lo bello, a la luz, al color, a la música, al ritmo, al movimiento, a las tendencias, a la explosión de la vida, a manifestar nuestros sentimientos, a recrear, en las más diversas formas del arte, todo lo que nos parece auténtico. Nuestra alma, el volgeist de los románticos, parece estar especialmente destinada a aprovechar cada uno de los instantes de la vida, a aprisionar la fugacidad del tiempo en la experiencia y en la convivencia. Sabemos lo que es la comunidad, sabemos lo que es la plaza, la tertulia, el comentario, y sabemos lo que es la Iglesia. En los últimos años, el catolicismo español ha dado grandes frutos a la Iglesia universal. No en vano, tres de los responsables internacionales de los denominados nuevos movimientos y realidades eclesiales, como bien sabe, son españoles. La creatividad, como forma de presencia de Espíritu, es querida y cultivada por estas tierras.

Santo Padre, estamos instalados en el desconcierto de nuestra historia reciente. Nuestra vida, nuestra política, las ideas que nos gobiernan, han cambiado tanto en tan poco tiempo que aún no hemos salido del choque emocional que producen los experimentos del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Han sido, Santo Padre, tantas las provocaciones, las deslegitimaciones de lo fundamental humano –no sólo de lo fundamental cristiano– que no sabemos muy bien cómo salir de este atolladero social y moral en el que nos han metido. Somos trágicamente conscientes de lo que supone que, en España, a la unión entre dos personas del mismo sexo se le denomine matrimonio; somos conscientes de lo que supone una ley de educación marcada por una profunda demencia antropológica en sus planteamientos de fondo; somos conscientes de lo que significa una legislación que envía a los embriones desierto de lo pre-etimológico y biológico de la destrucción; somos conscientes de que el matrimonio es hoy el contrato menos protegido jurídica y socialmente; y que los niños y los jóvenes padecen ya los efectos de un sistema social, ético, que hace aumentar alarmantemente el número de suicidios en adolescentes.

Santo Padre, nos sentimos engañados y, quizá, nos hayamos dejado engañar. La experimentación sistemática de las políticas sociales que se aplican en España está creando una adicción pública a lo superficial, al eslogan, a la frase hecha, a la palabra vacía, que va a ser muy difícil de desactivar. Los españoles, Santo Padre, padecemos los efectos de una aceleración vertiginosa del proyecto nihilista y relativista sobre nuestra sociedad, auspiciada por grupos políticos de la única izquierda que parece existir de verdad, la alérgica la concepción cristiana de la existencia, y, por tanto, a la libertad.

Santo Padre, la sociedad española es una sociedad de alto riesgo, incluso para Europa, no digamos nada de Hispanoamérica. Estamos instalados en una especie de tribulación política, social y cultural que ha adquirido la forma de un progreso mal entendido, de un progreso a costa de lo humano, de la familia, de las realidades sustantivas que hacen a la persona ser lo que debe ser. Ya no sabemos si el matrimonio es cosa de un hombre y de una mujer, y, por desgracia, ya no sabemos si la víctima es verdugo o si la ley es la trampa. No sabemos cuánto tiempo más podremos aguantar los sistemáticos bandazos que da el presente, marcados, por la presencia de la sangre, del terror y de la violencia. Parece que no somos capaces de construir con coherencia duradera sin que el estallido del mal actúe y modifique la vida.

Santo Padre, ¡y qué decir de la Iglesia! Estamos incorporados a un Iglesia muy viva; con personas ejemplares y con actuaciones heroicas. Pero aún no se han producido los últimos estertores de un post Concilio mal dirigido por mal interpretado. Un Concilio que, al aplicarse, olvidó la tradición fecunda anterior –de no pocos frutos de martirio y santidad– y se hizo a costa de la destrucción y del desmantelamiento. Necesitamos que nos recuerde, en forma agustiana –como a usted tanto le gusta– que "en la cátedra de la unidad ha puesto Dios la doctrina de la verdad".

Santo Padre, necesitamos su palabra sobre lo esencial, su paternal abrazo de esperanza; le necesitamos entre nosotros para que nos ayude a despertar la conciencia, a recordar que sólo Dios es sentido y protagonista último de la historia. Y, también, a experimentar que el mal no tiene la última palabra, por más que catapulte las alegrías y el futuro al olvido y a la desazón. Santo Padre, gracias, por estar entre nosotros y con nosotros, sus hijos, que le queremos.
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