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Jesús Laínz

Perdón por existir

No se puede comprender la izquierda española si no se tiene presente su esencial hispanofobia.

No se puede comprender la izquierda española si no se tiene presente su esencial hispanofobia.
Rita Bosaho

Los bolcheviques posmodernos que alegran la casa de tolerancia de la Carrera de San Jerónimo han soltado una nueva ocurrencia en su habitual línea autodestructiva: una proposición no de ley dirigida a que el Gobierno pida perdón a las "víctimas y descendientes" de los "crímenes esclavistas y colonialistas" de siglos anteriores.

El autoodio es un fenómeno general en este Occidente avergonzado de sí mismo que lleva ya muchas décadas haciendo cursillos intensivos de remordimiento. En todas partes cuecen habas, con recetas variadas según la tradición y circunstancias de cada lugar. La versión patria está muy clara: toda la historia de España es un error al menos desde los Reyes Católicos, aunque algunos, más concienzudos, extienden la culpa hasta Recaredo. Desde las Cortes gaditanas de 1812, casi todo el pensamiento progresista español se ha fundamentado en tan sencilla idea. Por eso, por ser tan sencilla, ha enraizado con fuerza invencible, sobre todo desde 1898. Pero el hecho de que tan profundas raíces hayan criado robusto tronco y frondosas ramas no elimina el principal de sus inconvenientes: su inmensa necedad.

No se puede comprender la izquierda española si no se tiene presente su esencial hispanofobia. El caso más influyente fue el de Manuel Azaña, uno de los pocos izquierdistas españoles del siglo XX capaz de leer y escribir. Sus escritos y discursos están plagados de reflexiones sobre el asco que le provocaba una España que solamente podría comenzar a redimirse cuando él y los suyos alcanzaran el poder. Pasaremos de puntillas, por caridad, sobre la realidad de lo conseguido.

El egregio Jardiel Poncela, condenado hoy al ostracismo por haber apoyado al bando de la oscuridad, resumió con estas palabras los enfoques históricos de aquel presidente de la República tan admirado posteriormente por José María Aznar:

Era Azaña un hombre mediocre, antiguo empleado de la Dirección de Registros, ex secretario del Ateneo y autor de tres libros que no se habían leído; provisto de una cultura lo bastante superficial para creerse él mismo un hombre culto y para impresionar a las masas; y orador de mucho éxito por la amargura y el derrotismo rencoroso con que trataba los temas históricos principalmente. Su mecánica oratoria no era complicada: consistía en presentar como axiomas lúgubres e impresionantes todas las calumnias que contra España y sus hijos gloriosos se han repetido en el mundo, y presentar como tópicos risibles y despreciables todos los elogios que a favor de España y de sus hijos gloriosos se han repetido en el mundo; de ello resultaba, al admitir como artículo de fe lo malo y al burlarse incrédulamente de lo bueno, que España había sido siempre un país despreciable y los españoles los seres más miserables de la creación. En suma: crítica negativa, muy del gusto del español medio que –no olvide usted el individualismo– disfruta oyendo hablar mal de sus semejantes. Claro que este caso de Azaña tampoco es nuevo en nuestra historia: la misma amargura derrotista y calumniadora ejercida por el Padre Bartolomé de las Casas creó para siempre la leyenda negra de la conquista española en América: y aún creen en ella los países americanos y aún cree en ella España, que es lo más gordo. Pues, ¿cómo no había de ser verdad, si lo decía un testigo español? Y nadie –naturalmente– podía pensar que existen y han existido españoles –como el padre Las Casas– a quienes el derrotismo más amargo, propio, quizá, de una mente y un organismo enfermos, convertía en los peores enemigos de España. Azaña era uno de éstos, en sus discursos y en sus libros; y sus libros no se habían leído; pero, ¡ay!, sus discursos los oía todo el mundo por la radio... e hicieron más daño que el peor veneno.

Después de Azaña, y agravada por la Guerra Civil, la hispanofobia de los izquierdistas españoles no ha hecho más que aumentar. De ahí, por otra parte, su invencible simpatía por los separatismos: si España es mala, reaccionaria y errónea, quienes quieren abandonarla parten con la presunción de bondad, progresismo y verdad. Así de simple.

Y, por supuesto, para la mayoría de los dirigentes e intelectuales de la izquierda española, nebulosa ideológica que, como demostró Goytisolo, debería tener por santo patrón a Don Julián, España tendría que pasarse la vida pidiendo perdón a todo el mundo: por la Reconquista, por la expulsión de judíos y moriscos, por descubrir y colonizar América, por la Contrarreforma, por haberse alzado contra Napoleón y, por supuesto, por la Guerra Civil. Para ahorrarse trabajo, debería pedir perdón por existir.

No hay argumento que valga para hacer reflexionar a una izquierda caracterizada cada día más por su naturaleza religiosa: sus dogmas son intocables, su superioridad moral es indudable, sus santones son infalibles y sus opositores, esencialmente perversos, merecen las llamas infernales. Por eso de nada sirve mencionar las leyes de Indias dictadas por los Reyes Católicos y sus sucesores. O el hecho de que fueran precisamente los españoles quienes acabaron con la esclavitud de indios a manos de otros indios, los sacrificios humanos y el canibalismo. ¿Habrán oído alguna vez nuestras analfabetísimas vanguardias autohispanófobas una sola sílaba sobre la Expedición Balmis?

Y por lo que se refiere a Guinea Ecuatorial, de donde es originaria Rita Bosaho, una de las diputadas podemitas protagonistas de este asunto, podríamos comenzar con las palabras de su conquistador, Manuel Iradier, palabras que merecería la pena analizar en comparación con lo sucedido en el vecino Congo de Su Serena Majestad Leopoldo II de Bélgica:

Lo digo poseído de legítimo orgullo, sobre la bandera de mi querida España que tremolé durante tres años en los países africanos, que no se ha escrito el nombre de ninguna víctima ni ha caído una sola gota de sangre humana.

Y podríamos concluir recordando la inmensa obra social, educativa, sanitaria, económica y de infraestructuras que España legó a unos guineanos que, según consiguieron su independencia hace ya medio siglo, comenzaron a dejarla caer por desinterés, vagancia, incapacidad y corrupción.

En España

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