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Jorge Vilches

Maduro y Mussolini

Tanto el venezolano como el italiano gobernaron dictatorialmente mediante 'leyes habilitantes'.

Tanto el venezolano como el italiano gobernaron dictatorialmente mediante 'leyes habilitantes'.

La facultad para gobernar por decreto completa la similitud de Maduro y el chavismo en Venezuela con Mussolini y el fascismo en Italia. Pocas dudas quedan a estas alturas de que el populismo fue el padre de las dictaduras de comienzos del siglo XX, y de que el fenómeno se está repitiendo a principios del XXI.

En los momentos de crisis general aparecen los populismos. Su discurso parte de la falsa dicotomía pueblo-antipueblo. Este antipueblo, "la casta" es una oligarquía corrupta que se reserva los privilegios y es causante de todos los males. Al otro lado está el pueblo, la ciudadanía, compendio de todas las virtudes: honrada y laboriosa, vive explotada y engañada. No se trata de lucha de clases, sino del abuso de "los de arriba" sobre "los de "abajo". "Los de arriba" sirven a intereses espurios, manejados desde otro país para someter al pueblo e impedir el advenimiento del paraíso utópico. Ese "enemigo exterior" fue la URSS para los fascistas, como EEUU para la Venezuela de Maduro o la malvada troika y Alemania para el populismo izquierdista actual.

Los populistas declaran entonces que han llegado para "salvar al pueblo" de su enemigo interior -la casta- y exterior. Esto les obliga a tener un programa tan amplio como contradictorio, pero eso es lo de menos. El argentino Ernesto Laclau, autor de cabecera de los dirigentes de Podemos, reivindica desde el posmarxismo un populismo basado en la recogida de las demandas de cualquier grupo social que reporte apoyo o repercusión, y en interpretar cualquier problema en clave de enfrentamiento entre los intereses de la casta con los del pueblo. Por esta razón, sus programas son demagógicos, predecibles y extraordinariamente volátiles.

El hilo que une ese discurso heterogéneo es la alusión a las emociones más primarias. Las palabras y ademanes son moralizantes y justicieros, y teatralizan como si pusieran cada persona y cosa en su sitio. La emoción y la imagen sustituyen al contenido, por lo que llevan a cabo acciones callejeras y extrainstitucionales. Les encantan los actos de masas, las banderas, las performances y las pancartas hirientes; son demostraciones de la fuerza de "la calle" frente a "la mentira" de la casta. La violencia se justifica, al igual que hacía a principios del XX el francés Sorel, referente de Mussolini, como única salida que deja "el régimen".

Los populistas denuncian de forma eficaz lo evidente, por lo que suscitan inicialmente simpatía. Y cuando son debatidos repiten la misma respuesta: es el "miedo al pueblo". El populismo convierte al crítico en un siervo de la casta o del enemigo exterior. El problema surge cuando el populista pasa de las calles a la moqueta y al sillón presidencial: la oposición es liquidada en nombre del pueblo.

Porque para los populistas la democracia no es un conjunto de normas que garanticen los derechos individuales, y la libre e igual competencia por un poder previsible y removible con una periodicidad reglada. Entienden la democracia como el gobierno del pueblo (ellos) para establecer una igualdad social que pasa por la omnipresencia del Estado (de nuevo ellos). De esta manera, para el populista no son importantes las urnas, sino la "voluntad del pueblo". Por eso, frente a la democracia liberal, los fascistas ayer y los chavistas hoy hablan del "gobierno del pueblo".

Los populismos tienen siempre un líder redentor, un mesías que viene a salvar a su pueblo. Hablamos del Jefe, el Caudillo o el Duce, cuya imagen personal es todo un programa y un partido; un régimen entero. Sus retratos son visibles en calles, plazas y platós televisivos, como si se viviera en un 1984 orwelliano. Ese líder es la personificación de las virtudes del pueblo, y trata de que se le identifique con él; por eso viste como un hombre común, y habla como un mesías: moraliza, adoctrina, amenaza, condena al hereje, o entra en cólera cuando una pregunta le molesta. Es un milenarismo que señala al infierno y promete el cielo; ese cielo que hay conquistar al asalto.

La "voluntad del pueblo" es la coartada de los populistas para cambiar la ley y perpetuarse en el poder. Mussolini consiguió que el Parlamento italiano aprobara en 1923 la llamada Ley Acerbo, que confería las dos terceras partes de los escaños al que obtuviera más del 25% de los votos. En 1924, con mayoría absoluta, Mussolini gobernó legalmente por decreto para defenderse de los enemigos del pueblo italiano. De esta manera, transformó el Estado liberal en un Estado fascista: suprimió las libertades, eliminó el control parlamentario, prohibió partidos y creó una policía política, entre otras cosas.

Maduro acaba de conseguir lo mismo de la Asamblea Nacional venezolana que Mussolini del Parlamento italiano: una ley habilitante para gobernar por decreto con la excusa del "enemigo exterior" y contra los "traidores" internos. Es la segunda vez. En la primera dictó medio centenar de leyes que pusieron las bases de su dictadura actual. Cuidado.

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