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José García Domínguez

Brexit: no se pierde nada

Todo el ruido apocalíptico a cuenta del 'Brexit' que se ha instalado en el discurso oficial del continente no es más que eso, simple ruido.

Todo el ruido apocalíptico a cuenta del 'Brexit' que se ha instalado en el discurso oficial del continente no es más que eso, simple ruido.
EFE

No va a pasar nada por que los británicos dejen de pertenecer a la Unión Europea. Todo el ruido apocalíptico a cuenta del Brexit que se ha instalado en el discurso oficial del continente no es más que eso, simple ruido. Y no va a pasar nada por dos muy poderosas razones. La primera es porque, pese a que demasiados dirigentes semejan no haberse enterado aún, ya no vivimos en los años treinta del siglo XX, cuando los aranceles nacionales, altísimos por norma, constituían una genuina barrera para el comercio internacional. Aquel mundo, el mismo que tienen en mente los alarmistas de todo pelaje cuando auguran colapsos sin fin a cuenta de ese divorcio, simplemente dejó de existir hace lustros. Como es sabido, no hay barreras arancelarias entre los países socios de la Unión Europea. Pero es que, de hecho, tampoco existen en el comercio que realiza la Unión con las otras grandes áreas económicas del mundo desarrollado. A esos efectos, estar dentro o fuera de la UE no tiene demasiada trascendencia práctica. Imaginemos qué pasaría si, tras un periodo negociador entre las partes que se anuncia largo y de una complejidad extrema, dada la infinidad de materias colaterales y aspectos técnicos que deberá contemplar, no se llegara a un acuerdo satisfactorio que, grosso modo, equiparase el estatus futuro del Reino Unido al preferente que ahora mismo disfrutan Noruega y Suiza en sus relaciones con la UE.

Esa eventual discordia llevaría a homologar el trato a recibir por el Reino Unido con el que Bruselas dispensa a, por ejemplo, los Estados Unidos. Bien, pues, de ser así, todo el drama se resumiría en la aplicación de un nivel arancelario promedio para las mercancías británicas en las aduanas continentales del 3%. Un ridículo 3%. Y por un arancel del 3% nunca se ha acabado el mundo. La segunda razón, en fin, apela a esa misma confusión generalizada a cuenta del instante histórico en que vivimos. Porque, por mucho que la mitad de los habitantes de la Gran Bretaña quieran fantasear con la quimera de que es posible retornar al viejo mundo idílico e idealizado de la soberanía nacional, el Reino Unido continuará atado de pies y manos, como el resto, por su pertenencia a una miríada interminable de tratados internacionales que limitan en grado sumo su voluntad particular y particularista; tratados que van desde el Fondo Monetario Internacional a la Organización Mundial del Comercio, pasando por el Banco Mundial y otros setecientos más. Sí, sí, setecientos más. En cualquier caso, que se marchen es lo mejor que nos podría sucedido a todos, tanto a ellos como a nosotros. A fin de cuentas, los anglosajones de este lado del Atlántico nunca creyeron en el proyecto europeo. Un proyecto que, no se olvide, es político, no económico.

Para Londres, y a esos efectos igual da el Londres conservador que el Londres laborista, la relación ideal con España o Italia viene a ser la misma que mantienen los Estados Unidos con México: una simple zona de libre comercio sin ulteriores implicaciones de ningún otro tipo. ellos, Europa solo es un escaparate donde vender sus mercancías. Punto. Por eso, lo mejor es que se marchen. Porque tanto Francia como Alemania, y a pesar del inmenso error que ha sido implantar el euro antes de haber avanzado en la unión política, están por otra cosa. Los padres de la idea, Robert Schuman, de Francia, Alcide de Gasperi, de Italia, y Konrad Adenauer, de la RFA, compartían dos rasgos comunes: los tres eran democristianos convictos y los tres eran… alemanes. Adenauer, obviamente, no podía ser otra cosa. Pero es que De Gasperi, por idioma y formación, fue más alemán que italiano. Nacido en el nordeste de la actual Italia cuando la región aún formaba parte del Imperio Austro-Húngaro, estudió en Viena y tuvo el alemán por lengua propia. En el caso de Schuman, que creció en la Lorena de soberanía alemana, hasta el apellido delataba la raíz germánica de su estirpe. Huelga decir que entre ellos tres jamás hablaron en otra lengua que no fuese el alemán. Nada que ver, ni en política ni en economía ni en pensamiento, con la cosmovisión inglesa. Capitalismo renano frente a capitalismo anglosajón. Dos mundos, dos mentalidades. Con los ingleses dentro, no había nada que hacer. Lo dicho, ha ocurrido lo mejor.

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