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José García Domínguez

El PP y Cataluña

Tras la caída del Muro, los nacionalistas comprendieron que su viejo ideal de siempre ya no era imposible.

Tras la caída del Muro, los nacionalistas comprendieron que su viejo ideal de siempre ya no era imposible.
Pablo Casado. | EFE

La derecha política española, tan alérgica siempre a todo lo que suene a intelectual, entró en el siglo XXI sin reparar en que la caída del Muro de Berlín en 1989 no sólo supuso el derrumbe súbito del socialismo real, sino que también llevó aparejada otra consecuencia no tan deseable, ni tampoco tan ajena a nuestro entorno inmediato. Me refiero a la paralela demolición del principio, incuestionable hasta aquel preciso instante, de que las fronteras de los Estados-nación del continente eran inamovibles. Un principio que comenzó a resquebrajarse con el desmembramiento pactado de Checoslovaquia, primer antecedente de una cadena de mutaciones en los mapas políticos de Europa que encontraría su clímax con la desaparición de la Unión Soviética y el ulterior alumbramiento de una docena larga, muy larga, de nuevos territorios dotados con los atributos propios de la soberanía. 

De esa incomprensión del nuevo escenario proceden todos los tópicos gastados sobre el catalanismo moderado y pactista, el del célebre seny, que rondan ahora por la cabeza de Pablo Casado, igual que antes lo hicieran por las testas de Mariano Rajoy y José María Aznar, otros líderes de la derecha española que, pese a conocer muy poco Cataluña, siempre estuvieron convencidos en su fuero interno de que la derecha sociológica de allí, esas amplias clases medias autóctonas que antes votaban a CiU, en el fondo era como su propia base electoral en el resto de España, gentes sensatas, conservadoras y nada proclives a aventuras inciertas. Ni se enteraban entonces de nada ni se enteran ahora. Aquel mitificado catalanismo de la Transición que tanto añoran no era diferente en absoluto al asilvestrado e insurgente que encabeza hoy Puigdemont. De hecho, eran y son los mismos. Prácticamente todos los buenos burgueses que votaron CiU en 1980, hace más de cuarenta años, apoyaron el domingo pasado la lista independentista de Junts per Catalunya. De ahí que el PDeCat, siglas que reivindican aquella herencia política, solo obtuviera 75.000 irrelevantes votos. Ocurre que esos nacionalistas moderados y sensatos, los que solo existen en la imaginación de Casado, Rajoy y Aznar, se hicieron independentistas no porque cambiara su pensamiento, sino porque, tras la caída del Muro, comprendieron que su viejo ideal de siempre ya no era imposible. Lo dicho, nunca se enteran de nada.

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