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José García Domínguez

Syriza/Podemos

No va a pasar nada. No va a pasar nada porque no puede pasar nada.

No va a pasar nada. No va a pasar nada porque no puede pasar nada.

No va a pasar nada. No va a pasar nada porque no puede pasar nada. Y no puede pasar nada porque solo hay un país que se podría permitir salir del euro sin tener que volver a la Edad de Piedra. Y ese país no es Grecia, sino Alemania. El día que las cosas se pongan feas de verdad, los alemanes echarán el cierre de la unión monetaria y resucitarán el marco. Mientras tanto, no hay demasiado peligro de que nadie apriete el botón nuclear. Convendrá recordar, no obstante, que el teatro fue invento patentado por los griegos. Sobre todo, teniendo presente la personalidad de quien va a ser su próximo ministro de Economía, Yanis Varoufakis, teórico de muy deslumbrante inteligencia entre cuyas especialidades académicas destaca el desarrollo matemático de la teoría de juegos. Por lo demás, y pese a estar en su epicentro mismo, la catástrofe griega tiene poco que ver con la crisis general de la Zona Euro. Y es que Grecia encarna la excepción, no la norma, de una recesión en cuya génesis no tuvo nada que ver el gasto estatal, pese a que sea esa la narrativa que se ha impuesto en la opinión pública.

Todo sería mucho más fácil si la culpa fuera del despilfarro de unos cuantos políticos manirrotos. Pero el asunto, por desgracia, posee raíces mucho más profundas y complejas. Raíces que se remontan al corazón mismo del sistema, de ahí la endemoniada dificultad que encierran las soluciones posibles. La crisis de la Zona Euro se manifiesta tan persistente porque remite a las dos arterias fundamentales de cualquier economía: la moneda y el sistema financiero. El euro y los bancos, ese ha sido el verdadero problema desde el principio, no Grecia. Lo fue y lo sigue siendo, por cierto. Pague o no pague Atenas, cuestión en el fondo baladí, esos dos talones de Aquiles seguirán hipotecando el destino de la Unión Europea.

Al cabo, el aparente sinsentido económico de la austeridad impuesta a los piigs solo admite una explicación lógica: el temor de Berlín a la fragilidad extrema del modelo de reserva fraccionaria por el que se rige el sistema financiero. Un sistema financiero, el europeo, muchísimo más grande que el norteamericano en relación al tamaño de las dos economías, algo que lo convierte en una bomba de relojería en potencia. Europa, simplemente, no tiene capacidad a día de hoy para rescatar a un gran banco en caso de quiebra. Y ello pese a la tan celebrada unión bancaria, tímido proceso confederal que avanza a paso de tortuga. Como muestra, un botón: la bancarrota de Caja Castilla-La Mancha, una entidad insignificante por su tamaño, se llevó a su paso todas las reservas del Fondo de Garantía de Depósitos de España.

Y luego está el euro. Un traje que nos viene demasiado grande y que nos condena a una disyuntiva fatal: o igualar la productividad de Alemania o desaparecer. Repárese al respecto en la miseria estadística que se esconde tras la propaganda oficial a cuenta de los 434.000 empleos creados en 2014: el empleo ha crecido, sí, un 2,5%, pero el PIB apenas lo ha hecho en un raquítico 1,6%. Volvemos a lo de siempre: muchos puestos de trabajo que no sirven para producir casi nada dado el escaso valor añadido que generan. Eso no es acercarse a Alemania, sino a Marruecos. No, nosotros, pese al ruido de la charanga mediática, tampoco estamos saliendo de la crisis. Y nosotros, a diferencia de Grecia, sí somos sistémicos. Si gana Syriza no pasa nada. Si gana Podemos... Y dentro de cuatro años pueden ganar.

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