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José García Domínguez

VOX y el 'discurso del odio'

Queridos: olvidaos un rato de Abascal y empezad por Trudeau.

Queridos: olvidaos un rato de Abascal y empezad por Trudeau.

Tan enfrentadas en todo lo demás, hay algo en lo que la derecha exquisita, esa que siempre mira con un leve mohín de distante estupor estético cuando se le mienta la identidad nacional, como la izquierda de andar por casa, esa otra cara de la misma moneda que hoy apela al "discurso del odio" para tratar de deslegitimar a quienes propugnan límites a los flujos migratorios intercontinentales, coinciden, sin embargo, en su entusiasmo ecuménico por el muy elegante, juvenil, telegénico y modernísimo, sobre todo modernísimo, primer ministro de Canadá, ese Trudeau de los calcetines infames. Tan cosmopolitas ambas, tanto la derecha exquisita como la izquierda de andar por casa saltan erizadas ante la más leve sombra de algo que recuerde al denostado y vulgar nacionalismo español. Así, por ejemplo, la idea, tan escandalosa a sus oídos, de que acaso las necesidades económicas e intereses objetivos de nuestra nación debieran primar sobre la voluntad subjetiva de los inmigrantes extracomunitarios deseosos de establecerse de modo permanente en España.

Un discurso del odio, Sánchez dixit, que su tan admirado Trudeau viene practicando desde el inicio de su mandato y como algo consustancial a la tradición política de Canadá. Porque, puestos a buscar horribles nacionalismos identitarios amparados por un Estado-nación realmente existente, que nuestras delicadas almas sensibles de derecha e izquierda no miren a VOX sino al muy progresista Gobierno de Canadá. Sépase a esos desoladores efectos comparativos que en la idílica Canadá del modernísimo Trudeau se exige a los inmigrantes, para empezar, que se sometan (con cargo a su bolsillo) a un exhaustivo examen médico en sus respectivos países de origen, chequeo sanitario que tendrá que ser avalado para resultar válido por los funcionarios de la embajada canadiense de turno. Tras ese primer escollo, los aspirantes que no sean millonarios (cualquier extranjero que se presente en la frontera de Canadá con 800.000 dólares en la cartera obtiene automáticamente la residencia) deberán someterse a un test de cien puntos que se aprueba sumando al menos sesenta.

Quien no alcance los sesenta puntos mínimos no entra en Canadá. Así de simple. Y se puntúa todo. ¿Qué dirían, por ejemplo, nuestras airadas feministas si supieran que los funcionarios de Trudeau asignan valoraciones aritméticas incluso a las esposas de los inmigrantes (cuanto más alto sea el nivel educativo de ellas, más puntos obtienen los maridos)? Aunque, por muy formadas que estén sus parejas, ningún candidato varón a residir en el país alcanzará nunca el aprobado en caso de que no logre acreditar documentalmente que posee un oficio incluido en una lista que el Gobierno canadiense llama "clasificación nacional de ocupaciones". Se trata de un inventario de las especialidades laborales demandadas por la industria autóctona y que la oferta de trabajo local no es capaz de cubrir. Quien encuentra su oficio en esa lista, entra en Canadá. Quien no lo encuentra, no entra. Aunque no basta con poseer las titulaciones laborales, pues también se exige acreditar la preceptiva experiencia práctica en su desempeño profesional. Odio xenófobo y nacionalismo rancio en estado puro, pensaran Sánchez y los exquisitos de enfrente. Huelga decir, en fin, que el conocimiento suficiente del idioma inglés (o del francés en Quebec) forma también parte destacada de la puntuación final del test. Un test de admisión de inmigrantes, por cierto, que resulta ser exactamente igual al que se aplica en Australia, otro icono mítico de los anglos buenos, a todos los extranjeros.

Queridos: olvidaos un rato de Abascal y empezad por Trudeau.

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