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José T. Raga

No condenéis a vuestros hijos

La condena de un alumno no es, como dice Castells, el suspenso, sino el aprobado fraudulento.

La crianza de un hijo es la mayor obra que como padres podemos realizar. No hay satisfacción más grande que ver crecer a los hijos, en sabiduría, bondad, laboriosidad y sociabilidad, convencidos de que ese itinerario desembocará en una sociedad a la que el joven aportará su mejor ser.

¿Quién, ante la imagen de un niño recién nacido, no se ha preguntado por su futuro? ¿Será un Mozart, quizás un Einstein, un Velázquez, un gran médico, un abogado notable, un gran deportista, un político honesto, un religioso ejemplar…?

El niño recién nacido, todas las posibilidades imaginables, las tiene abiertas, pero desde muy temprano él y sus padres o tutores irán cerrando puertas, a lo largo de un camino que llamamos formación.

El concepto suerte, al que es fácil recurrir, en el éxito o el fracaso, desempeña un papel muy escaso. Grandes personajes de la historia han luchado contra trabas, contra inconvenientes de próximos y extraños, que hacían el camino tortuoso y difícil de transitar. Pero la voluntad, el esfuerzo y la constancia fueron armas eficaces contra el desánimo.

El proceso de formación quizá no termine nunca. Hay períodos, sí, más intensos en acumulación, pero nunca será estéril lo hallado en cualquiera de sus etapas.

La formación, la educación, se desarrolla mediante los agentes educativos: la familia, la escuela y la propia sociedad, diseminada por el mundo entero. En la tarea no cabe engaño, salvo grave perjuicio.

A lo largo del proceso, el niño, el adolescente, el joven… hasta el anciano, constatarán que el deseo personal no siempre será alcanzable, y para eso, para lo que suele llamarse fracaso, también deberá estar preparado.

El proceso formativo, la educación, tiene como finalidad un objetivo coherente: capacitar al educando para vivir y aportar su saber y capacidad al mundo en que vivirá.

Esa finalidad unívoca requiere un proceso armónico; proceso en constante progreso, pero con respeto a sus tiempos. De aquí que no se pueda cursar segundo curso antes que primero, o estudios universitarios antes del bachillerato.

Armonía en los cometidos y quehaceres de los educadores, todos dirigidos al fin último perseguido. De aquí el escándalo de unos padres que amenazan a los docentes si no aprueban a su hijo, cuando éste sabe que nada ha estudiado y cuando ni siquiera ha asistido a clase. ¿Quieren condenar al hijo a la exclusión social? ¿Cómo distinguirá el chico entre esfuerzo y holganza, entre saber e ignorancia?

Los docentes rechazan tal exigencia –eran ocho suspensos–, pero interviene la autoridad político-administrativa, que no hace lo que debe, aunque sí lo que no debe, y, apoyados por los padres, fraguan la desgracia del hijo. Pero ¿en qué mundo vivimos?

La condena de un alumno no es, como dice Castells, el suspenso, sino el aprobado fraudulento. Éste es un fraude para el alumno y para la sociedad. Porque lo que no se aprende en su momento difícilmente aprenderá después.

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