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José T. Raga

Una renuncia ni pedida ni esperada

Su gran dimensión humana y espiritual le habrá sometido a un proceso de discernimiento riguroso y sincero.

En un mundo en el que a diario se piden, se exigen incluso, renuncias a cargos y funciones, la sorpresa de una renuncia que nadie esperaba produce necesariamente consternación. Por otro lado, no es habitual la renuncia de un Sumo Pontífice, cualquiera que sea la causa, aunque tampoco es contraria al orden natural de las cosas.

El gobierno de la Iglesia es sumamente complejo, sobre todo si pensamos en la diversidad de pueblos, de razas, de sentimientos que dicen confesar una misma fe; complejidad que se incrementa sobremanera si tomamos en consideración a los hermanos cristianos separados y a aquellos otros que viven más alejados de la Iglesia Católica, hasta el punto de la persecución. Son muchos ya los Pontífices que han trabajado incansablemente por la unión de los cristianos y por el acercamiento de las iglesias monoteístas en un ecumenismo que ha producido ya sus mejores frutos, todavía insatisfactorios.

Esta complejidad, unida al hecho del hambre en el mundo, de la marginación de tantas gentes, de los que viven sometidos a la opresión política, social o económica, de los muchos que viven humillados en su dignidad por carecer del mínimo reconocimiento efectivo de los derechos humanos que le son inherentes, exige, por sus propios objetivos, un Pastor en las mejores condiciones físicas y mentales para conducir con eficacia toda la Iglesia de Cristo. Bien es cierto que hemos conocido situaciones en las que el halo de santidad de un Pontífice ha compensado con creces las carencias físicas, siendo esa santidad percibida la que conseguía resultados, en ocasiones, incomprensibles.

Es cierto que el papa Benedicto XVI no goza de excesiva salud física, cuando sin embargo sí posee una clarividencia intelectual envidiable. Esta ha podido ser la causa para la renuncia, tras un proceso de profunda meditación. Es a todas luces evidente que el Papa ha tenido presente el riesgo de que su debilidad física pueda acarrear carencias en el gobierno de la Iglesia, lo cual implicaría que su permanencia en la Sede de Pedro sería la causante última de aquellas carencias. Así las cosas, postrado ante Dios, no es extraña la conclusión de su renuncia, para el bien de la Iglesia y del pueblo de Dios congregado en ella.

No es pues una decisión por comodidad personal, ni por deseo de alejarse de los problemas del mundo y de la Iglesia, sino la conciencia de no poder hacer lo que su Pontificado responsable exige en este momento histórico. Benedicto XVI no es, ni lo ha sido nunca, persona de emociones fuertes que le lleven a decisiones ausentes de reflexión. Al contrario, en este sentido es un intelectual con todo el rigor que el término implica. Su gran dimensión humana y espiritual le habrá sometido a un proceso de discernimiento riguroso y sincero; de completa sinceridad ante Aquel ante quien responde y ante quien presenta cuentas.

Si el Papa dice que no se encuentra en condiciones de seguir llevando la Iglesia por el camino marcado por Cristo –Él es el camino, la verdad y la vida– es porque, efectivamente, sus fuerzas no le acompañan. Y en ello, queramos o no, nos guste o nos disguste, sea habitual o extraño, no tenemos más que agradecer el esfuerzo de su sinceridad, aprender de su ejemplo y, los católicos, pedir que quien sea llamado a sustituirle pueda cumplir lo que Benedicto XVI considera hoy que no le es posible llevar a feliz término.

Que Dios le pague todos los servicios prestados a la Iglesia a lo largo de una vida entera y proteja a la Iglesia en el camino por recorrer.

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