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Luis Herrero Goldáraz

Una puerta entreabierta

Alguien puede ser rotundo y defender una serie de ideas vehementemente, como hacía Gregorio Ordóñez, pero tiene que estar dispuesto a llevarlas hasta sus últimas consecuencias.

Alguien puede ser rotundo y defender una serie de ideas vehementemente, como hacía Gregorio Ordóñez, pero tiene que estar dispuesto a llevarlas hasta sus últimas consecuencias.
Pablo Iglesias. | Europa Press

Tengo un amigo que sería capaz de hacerme creer hasta que fui yo quien inventó Google, si se lo propusiese. A mí Silicon Valley me suena a serie familiar de los noventa, pero él dice las cosas tan convencido que siempre da cosilla llevarle la contraria. Además, existen pocas cuestiones de las que uno pueda estar tan seguro como para ir a la guerra por ellas. Yo ni siquiera sé cuándo me engaña mi memoria, como para arriesgar mis ahorros en lo que desmientan por ahí personas a las que ni conozco. Hay que reconocerlo, basta que alguien asegure rotundamente que la Tierra es plana para que a miles de personas les surja de la nada un resquicio de vete a saber si ese loco tiene razón. No se fían de los científicos, a los que no entienden, como para necesitar entender a quien les dé otros motivos más sugerentes en los que creer. Algo hay de cierto en eso de que todo nuestro conocimiento se basa en un principio de confianza infundada del que pocas veces nos permitimos dudar. Me refiero a aquellas verdades que nos legaron nuestros padres, por ejemplo, o quienes, años después, nos descubrieron que era posible llevarles la contraria. Las que creímos de los libros de texto como si las hubiese bajado el mismo Moisés del monte Sinaí. Las que observamos alucinados en aquellos capítulos de Érase una vez el cuerpo humano. O las explicaciones sencillamente incomprensibles de un Newton tan elocuente como complejo para quienes nos reconocemos incapacitados para aprender física. Supongo que el resumen es que cualquiera puede estar seguro de muchas cosas, pero es precisamente porque nadie ha demostrado absolutamente todas las certezas sobre las que ha construido su vida por lo que los que hablan más rotundamente suelen ganar la discusión.

Una de las cosas más siniestras de los exetarras que aparecen hablando en Bajo el silencio, el documental de Iñaki Arteta sobre la realidad de un País Vasco todavía convaleciente de nacionalismo, es que no parecen dudar. En el documental titubean, es cierto, pero sólo porque la verdad de la que están convencidos es diametralmente opuesta a la que necesitan vender si quieren poder seguir defendiendo una causa manchada por sus asesinatos terroristas. Para ellos lo que hubo fue una guerra, y en la guerra la muerte no es negociable. Sobre todo si el condenado a morir es el que está al otro lado. Pero decir esto en voz alta, ahora mismo, dificulta un poco su papel de víctima histórica a la que deben reparar quienes vivieron señalados por sus pistolas.

Hay algo perturbador en ver a alguien completamente convencido de que una mentira es una verdad. Hace pensar que igual el que vive engañado es uno mismo. Esto es así porque todos sabemos lo que es creer fervientemente en cualquier cosa, aunque los motivos primordiales que la sustenten permanezcan escondidos bajo una densa niebla. También intuimos que no hay maldad en el motor que nos incita a defender nuestras creencias contra las mentiras de los demás. Por eso Pablo Iglesias puede comparar al diario Gara con el "franquista" ABC y reunir en torno a sí a incontables tuiteros dispuestos a combatir por las bravas a cualquiera que se atreva a contradecir esa ocurrencia. En estas cuestiones, como repite tanto Arcadi Espada, la luminosidad de los hechos contrastables no suele levantar tantas pasiones.

Más allá de todo eso, una brújula bastante efectiva a la hora de guiarse por estos derroteros suele ser la coherencia interna de los diversos discursos. Alguien puede ser rotundo y defender una serie de ideas vehementemente, como hacía Gregorio Ordóñez, pero tiene que estar dispuesto a llevarlas hasta sus últimas consecuencias. Otra actitud interesante es la que nos surge a tantos en las encrucijadas complejas: esa especie de necesidad de dejar siempre una puerta abierta a la duda, por si las moscas. Y es interesante porque ayuda a reconocer a quienes, por el contrario, prefieren cerrarla con llave. Al final, uno termina dándose cuenta de que nadie es esencialmente malvado, la verdad, pero el mal sí que anida en la actitud de quienes permanecen impasibles incluso al escuchar, con el cerrojo echado, el terror de las víctimas condenadas por sus certezas.

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