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Luis Herrero

La teoría de la mierda

El nivel de mierda de la política española, al parecer, todavía no es suficiente para provocar la reacción higiénica necesaria.

Que la política española es un patatal fangoso es un axioma. No necesita demostración. Que en la sociedad había ganas de algo mejor es una percepción plausible. Que antes del 20-D las elecciones parecían el camino idóneo para alcanzar la mejoría deseada es una sospecha razonable. Y que el 26-J ya no se percibe como el umbral de esa mejoría es una deducción lógica. De entre las muchas encuestas publicadas este fin de semana, el dato que más sobresale es que el 42,6 por ciento de los votantes asegura tener menos interés en estos comicios que el que tuvo en los de diciembre. Confróntese el estudio de Sigma Dos para El Mundo.

El umbral de las expectativas ha sufrido un bajón estrepitoso. Lo que verbalizan todos los partidos menos uno, cada cual a su modo, es que hay que evitar a toda costa que siga Rajoy al frente del Gobierno. Y en la excepción a la regla, que naturalmente es el PP, si bien ese deseo no se verbaliza libremente, lo cierto es que anida en no pocas cabezas de su electorado. Y tal vez de su nomenklatura. Hasta hace poco no se trataba sólo de quitar a Rajoy sin más. Se trataba de quitar a Rajoy, exponente de una política vetusta y fétida, para poner en marcha un cambio profundo.

No se trataba sólo de un cambio de caras. También de moldes. Se buscaba el fin de la aparatocracia (Pedro J. lo llama cupulocracia), la dictadura de unos pocos que, encima, nunca son los mejores. Se buscaba el fin del encorsetamiento legal que nos sujeta a unas reglas de juego envejecidas y caducas. Se buscaba el fin de los hábitos –pésimos, impunes– que presiden desde hace tiempo el ejercicio del poder con independencia de su color ideológico. A ese conjunto de objetivos convinimos en llamarle, para entendernos, regeneración política.

Pero ahora la bandera de la regeneración ya no descuella en el mástil de casi ningún partido. Miradlos: el PP se acula en torno a un señor que confunde su continuidad con la prosperidad de España, el PSOE ha dejado de pensar en lo colectivo para centrarse en la batalla de la primogenitura de la izquierda, y en Podemos y sus adherencias sólo anida la obsesión del sorpasso. Las dos primeras son meras batallas de supervivencia. La tercera, de colonización ideológica con técnicas de camuflaje: relegada la hoz y el martillo a la ropa interior, ahora en sus vestiduras lucen risueños corazoncitos. Sólo Ciudadanos mantiene, a duras penas, el discurso preeminente de la regeneración.

Los dos únicos arcanos que parecen escondidos en las urnas del 26-J son si el PP será capaz de preservar el liderazgo de Rajoy durante las conversaciones postelectorales que está llamado a liderar en su condición indiscutida de partido más votado, y si el PSOE podrá mantenerse como principal baluarte de la oposición. Incluso la continuidad de Sánchez, haya sorpasso o no lo haya, ha dejado de ser un enigma. Las campanas del partido ya doblan luctuosamente por él. Todo lo demás –el cambio que llevó una bocanada de ilusión al ánimo de una sociedad sitiada por el hastío– ha desaparecido casi por completo del discurso político.

Habrá quien piense, tras la lectura de las encuestas del domingo, que el 26-J está en juego mucho más que lo de Rajoy y el sorpasso. El hecho de que ya empiece a especularse con que la suma de Podemos y PSOE pueda acumular más escaños que la de PP y Ciudadanos parece justificar el temor a que vuelva a ensabanarse el fantasma del Frente Popular. Y eso sí que suena a palabras mayores. Yo, en cambio, sigo sin ver que ese riesgo nos amenace con carácter inminente. El PSOE parece decidido, como mal menor, a dejar que gobierne la lista más votada. Sólo si Podemos adelantara al PP en intención de voto –algo que según las encuestas aún no está cerca de suceder– correríamos verdadero peligro.

Felipe González lo ha explicado bastante bien, tras apearse de la prédica de la gran coalición: será más fácil conseguir un pacto de investidura –ha dicho– que un Gobierno que gobierne. Es decir, que los suyos no pagarán el peaje de provocar unas terceras elecciones, negándole al PP el derecho a hacer valer su condición de minoría mayoritaria, pero tampoco le prestarán la fuerza necesaria para que consiga suficiente estabilidad parlamentaria. El PP podrá gobernar, sí, ya veremos con qué candidato, pero tendrá en los bancos de enfrente a una fuerza de oposición más numerosa que la del apoyo al Gobierno.

En esas condiciones, poco se puede hacer. Tal vez fuera posible, en teoría, identificar algunos objetivos comunes, de esos que ahora damos en llamar transversales, y acometer reformas sistémicas. Pero ni el PP parece especialmente motivado para deslizarse por esa senda –y Rajoy, todavía menos– ni el PSOE emerge en esta situación como el cómplice ideal para hacer tal cosa. El mismo Felipe González que le marca a su partido el camino de la estrategia postelectoral le marca también la pauta del discurso regeneracionista, que es, en su caso, el discurso de la no regeneración.

La defensa que ha hecho de Chaves y Griñán, revalidando su vieja tesis autorreivindicativa de que la honradez consiste en no llevarse el dinero público al propio bolsillo, deja a los socialistas invalidados para capitanear la lucha contra la corrupción. Si un presidente autonómico que deja que el dinero de todos se lo lleven unos pocos, que no se entera de nada de lo que pasa en las zahúrdas de su Gobierno y que juzga el comportamiento del adversario con otra vara de medir es un dechado de honradez por el que vale la pena poner la mano en el fuego, que venga Dios y lo vea. Con esa receta, que es la que González se aplicó a sí mismo para no salir calcinado de su agónico crepúsculo presidencial, no hay regeneración posible. Y en la medida en que Susana Díaz y el resto de los barones socialistas la han hecho suya, la inhabilitación adquiere rasgos colectivos.

Así pues, se acabó lo que se daba. La esperanza del cambio debe posponerse una temporada más. En los últimos años de la UCD, también agónicos pero no tan pestilentes como estos, se acuñó la llamada teoría de la mierda, cuya formulación quedaba resumida poco más o menos así: "Cuando el español note de verdad que la mierda le va llegando a las narices, entonces se pondrá manos a la obra para quitarse la mierda de encima". El nivel de mierda de la política española, al parecer, todavía no es suficiente para provocar la reacción higiénica necesaria. Debe ser que a la clase política le gusta revolcarse en el fango.

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