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Pablo Planas

El síndrome catalán de C's y PP

El bandazo del Gobierno ha dejado a la 'mayoría silenciosa' de Cataluña con un palmo de narices y sumida en el desconcierto.

El Gobierno envía señales, mueve piezas y corteja a los mandarines del procés. Soraya Sáenz de Santamaría ya ejerce de muñidora y se propone que los nacionalistas se sienten en una mesa para dialogar, negociar y pactar. De cara a la galería, Moncloa escenifica el ritual de cortejo de los mandriles, exhibe una notoria predisposición al apareamiento y ejecuta los movimientos anales propios del protocolo amatorio. Los aludidos desconfían. No saben qué se trae entre manos la vicepresidenta y todavía no se creen que después de cinco años de romper las pelotas en general, empobrecer la economía en particular y generar toneladas de inestabilidad, odio, división y enfrentamiento, el Gobierno les tienda la mano y les prometa un piso con vistas, piscina, conserje y servicio. Ellos, desde luego, no lo harían.

A los abanderados de la desobediencia les asaltan las dudas. Saben que con el cuento de la independencia no van a ninguna parte, y los más veteranos recuerdan el pedazo de negocio que hizo Jordi Pujol cuando se redactaba la Constitución. El patriarca del catalanismo le dejó bien clarito a Miquel Roca que ni se le ocurriera aceptar para Cataluña el concierto económico del País Vasco. "Eso de recaudar impuestos es muy impopular, que lo haga el Estado", le dijo Pujol a Roca. Desde entonces, la en teoría deficiente financiación de Cataluña ha sido la excusa habitual para levantar la "senyera" del agravio, el victimismo y el más puro oportunismo. Con el tiempo se comprobó que a Pujol le interesaba tanto la popularidad como recaudar tributos en su propio nombre y beneficio, tarifa plana tres por ciento.

El catalanismo se encuentra ahora en un dilema parecido. El Gobierno le ofrece el oro y el moro y la Generalidad replica que eso es el chocolate del loro, que el referéndum es innegociable y que la independencia no tiene vuelta atrás. Tienen un problema de guión porque prometieron la secesión para noviembre de 2014. Luego dijeron que de septiembre de 2015 no pasaba. Ahora, la fecha crítica es otoño de 2017, aunque los más fanáticos no se plantean la república hasta el 18 como muy pronto.

Para la marmota separata, la decisión oscila entre los barcos sin honra y la honra sin barcos. El Gobierno está dispuesto a llegar muy lejos, según se deduce de las declaraciones de Soraya y de las sonrisas de su valido catalán, Enric Millo. Diálogo es la palabra mantra y Más Pasta el nombre del juego. Pero Puigdemont, Junqueras y los de Mas lo quieren todo, porque con esa estrategia maximalista han conseguido ablandar al Gobierno hasta el punto de avenirse a negociar con los golpistas.

Si al Ejecutivo le interesa la distensión, al Executiu le conviene la tensión, de ahí que la oferta del Gobierno se haya convertido para el Govern en la prueba del nueve de que ellos tienen razón porque son los otros quienes han llamado para hablar, como en las rupturas sentimentales. Los espíritus inocentes creerán que el PP no puede hacer más. Es muy probable que las ofertas de la vicepresidenta satisfagan a miles de electores de Cataluña, que cada Onze de Setembre han salido a la calle para protestar contra el resto de España. Habrá que ver cómo encaja el movimiento nacional catalán el black Friday monclovita.

De entrada, el bandazo del Gobierno ha dejado a la mayoría silenciosa de Cataluña con un palmo de narices y sumida en el desconcierto. En el peor momento del proceso, cuando ni los más ingenuos se creen ya las bobadas de Mas, la vieja Convergencia se disuelve en ácido, la CUP se huele el sobaco, Junqueras espera sentado el óbito político de Puigdemont y los voluntarios retiran las esteladas de los balcones, el Gobierno de España acude al rescate de quienes han llamado chorizos, corruptos, sucios, incultos y vagos a sus compatriotas.

El catalanismo tiene que decidir entre aprovechar la ganga o esperar a las próximas rebajas. El Gobierno, en cambio, ha decidido salvar el régimen cacique cuando tenía una oportunidad de acabar con la lacra. Ahora se enfrenta a dos escollos: la estulticia nacionalista, que aún no atisba la enorme oportunidad de negocio implícita en el cambio de paso gubernativo, y cómo vender el enjuague a quienes sostienen que todos los ciudadanos son iguales con independencia del municipio en el que residan. Para esto cuenta a su favor con la torrija federalista del PSC-PSOE y el síndrome de Estocolmo de los políticos de Ciudadanos y el PP en Cataluña.

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