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Pedro de Tena

El asalto del cielo y la felicidad

A partir de ahora se trataría de obedecer a Podemos, bueno, a su ejecutiva, bueno, a su "brillante genio".

Qué pesadilla. En ella, la muerte predicadora de Quevedo sostenía que el cielo había sido descubierto (toma ya, Mulish, y en mucho menos de 800 páginas), y que consistía en"recuperar el deseo de felicidad". Además, tenía puertas y el asalto, no el diálogo, era la única manera de entrar en él. Esta evidencia, indudable para los palabristas de Podemos, era creída a pie juntillas por millones de simpatizantes y posibles votantes que se emborrachaban con este mejunje de metáfora. Era la versión moderna del marxismo leninismo de toda la vida que habló durante decenios de paraíso comunista, convertido finalmente en el infierno de la miseria, los gulags y la sociedad con muros.

En mi soñarrera, había que mandar obedeciendo, la mejor recreación que había oído en los últimos tiempos de la dictadura del proletariado. Expliqué que el proletariado, bajo el comunismo, es quien debía ejercer su dictadura pero como tal cosa era inaplicable, fue el partido –comité central, comité ejecutivo, secretario general–, representante total del pueblo una vez eliminados los opositores, el que ejerció totalmente el mando, de modo que el proletariado (ya del todo concepto abstracto sin personas individuales) mandaba obedeciendo. El colmo de los esclavos: sentirse libres, vociferé sin éxito. A partir de ahora se trataría de obedecer a Podemos, bueno, a su ejecutiva, bueno, a su "brillante genio". Al tiempo. Ni Stalin lo hubiera dicho mejor.

En mi horroroso ensueño, el señor Monedero –hallazgo de apellido para que decía odiar el dinero de los demás– sabía perfectamente lo que era la felicidad de todos y cada uno de nosotros. Dado que Iglesias –otro apellido de nota– y Monedero, el dúo dinámico de la música celestial de la izquierda, atesoraban la ciencia de la política –el marxismo siempre fue socialismo científico–, rechazaban la malvada tesis de Bierce de que la felicidad es la sensación agradable que nace de contemplar la miseria ajena y también la insulsa de Flaubert de que la felicidad es perfecta, sobre todo si es nuestra criada. Felicidad era en mi delirio, naturalmente, lo que el dúo invencionero dictaba que era. Se me apareció Stalin disfrazado de "jardinero de la felicidad humana". ¿La mayor felicidad para el mayor número? Sí, pero sin libertad para decidir qué es la felicidad propia. Monedero ya lo sabía y bastaba. Cervantes, que era un pragmático, como sufrido recaudador de impuestos, habló muy poco de felicidad, apenas cinco veces en todo su Quijote. Pero de la libertad dijo que era "uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos" y que, por ella, "se puede y debe aventurar la vida". Por eso lo apalearon y lo encadenaron a la fila de los galeotes ante la indiferencia de los podemosos.

Luego se me apareció Trotsky, con las gafitas esas como de Pablo Echenique, izando la bandera de la dirección colegiada mientras el gran arquitecto afilaba su piolet en el jardín de sus delicias. Yo traté de avisarle del peligro. Lo de las asambleas es como la justicia de Pacheco, un cachondeo. Primero, como no pueden hablar miles, se trata de decidir quién debe hablar. Segundo, si quien habla no dice lo que debe, se le acusa emocionalmente de algo pavoroso, de disgregador, de impío, de agente doble, de fascista, que nunca falla. Tercero, sólo puede quedar uno. Maduro, Iglesias en venezolano. Castro, en cubano. Tu suerte está echada, Echenique.

En mi alucinación, Iglesias mordió el micrófono y me espetó que o hacía lo que él decía o que dimitía de padrecito dejando huérfanas a las masas. Felipazo. Primer ejercicio del miedo que viene. Cuando lo denuncié, fui acosado por los enemigos de la libertad hasta tal punto que llamé por el móvil a Borges. "¿Qué puedo hacer, maestro?", le pregunté. "Despertarte", me dijo, pero en voz tan baja que no se oyó en España.

En España

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