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Pedro de Tena

España (y Cataluña), en manos de los 'charnegos'

Pujol, que podrá ser un ratero pero que nunca ha sido tonto, mimó el voto, especialmente el de los andaluces.

Ya sé que la realidad, fundida con las apariencias, sus gemelas paridas simultáneamente y difícilmente disolubles, casi nunca gusta. Pero charnego es el nombre que siempre se ha dado a los otros españoles, aquellos refugiados económicos que durante todo el siglo XX, pero especialmente en su segunda mitad y hasta casi el final de la década de los 70, lograron formar la novena provincia andaluza o, según la perspectiva, una quinta provincia catalana, si a los andaluces, sobre todo de Jaén –más de un millón entre nacidos en Andalucía y sus hijos calculaba el Centro de Estudios Andaluces en un extenso trabajo de 2010–, se suman extremeños, manchegos, aragoneses y emigrantes de otras regiones de España.

Del desprecio explícito –mi propia hija, sevillana, coincidió en un viaje a Centroamérica con un grupo de nacionalistas catalanes que no le dirigieron la palabra y hablaban sólo en catalán– se ha pasado ahora a la dependencia electoral. Si se suman todos los emigrantes españoles en Cataluña, estaremos calculando una cifra que supera, como mínimo, el millón y medio de personas. Si a ellos le añadimos el millón de extranjeros (charnegos del exterior) que, según el Instituto de Estadística de Cataluña, había ya en 2008 (sobre todo sudamericanos, de Europa del Este y africanos), la conclusión es clara: los independentistas dependen en una importante medida de los todos los inmigrantes, charnegos o extranjeros, para lograr sus objetivos.

Pujol, que podrá ser un ratero pero que nunca ha sido tonto, mimó el voto, especialmente el de los andaluces, a los que permitió, incluso, hacer una Feria de Abril. No es que los xarnegos le gustaran, no. Ya saben que Pujol se refería, por ejemplo, al andaluz "como un hombre no coherente, incluso anárquico, un hombre destruido, generalmente poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual". A pesar de todo, con su política de subvenciones trató de convertir en cipayos a los dirigentes de las asociaciones de otros catalanes, como trató de renombrarlos Francisco Candel. Y tuvo bastante éxito, si bien no logró que se olvidara del todo que el denominado cinturón rojo fuera motejado inicialmente como cinturón troglodita, origen de la inmoralidad creciente según una pastoral del arzobispo de Barcelona, Gregorio Mondrego, en 1950.

Habrá que esperar al domingo que viene para saber si el síndrome de Catalunya, como lo llamó Antonio Robles, resumiendo uno de sus libros en La Ilustración Liberal, se ha impuesto definitivamente y los castellanohablantes continúan o bien guardando silencio o bien comportándose como conversos que siguen coreando el falso y estúpido alarido de España nos roba. Lo que está cuantitativamente claro es que los independentistas, de alta cama o baja estofa, de derechas o de izquierdas, asalariados o empresarios, necesitan a los españoles que emigraron de otras regiones y a los inmigrantes extranjeros para quebrar España y saltar al vacío. Dada la inacción de los políticos españoles, unos por no incomodar a la derecha catalana, otros por seguir soñando con cinturones rojos y otros porque han sido cómplices de la operación, la suerte ya está echada. Como decía el gran Tip, qué jodío lunes, principio de un futuro temible.

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