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Ricardo Artola

Mi visita a la NASA a finales de los años 80

Durante dos semanas me convertí en un trabajador más de la NASA, que acudía a sus oficinas por las mañanas, con su café de Starbucks en la mano.

Durante dos semanas me convertí en un trabajador más de la NASA, que acudía a sus oficinas por las mañanas, con su café de Starbucks en la mano.
Andrew Feustel en una misión en mayo de 2011 en la Estación Espacial Internacional | Cordon Press

A principios de 1988 la editorial Espasa me encargó un libro sobre una fecha emblemática de la historia y yo caí en la excentricidad de elegir el 20 de julio de 1969, momento en que Neil Arsmtrong puso pie en la luna, poniendo fin a la carrera espacial.

No sabía el lío en que me había metido por culpa de mi extravagancia. En aquella época no existía Amazon como lo conocemos hoy. Solamente buscar títulos sobre una materia requería de una cierta investigación y de depender del correo postal internacional. La respuesta no estaba al otro extremo del botón de una página web.

Solo podía resolver el problema cambiando de tema o… aprovechando mis vacaciones de verano para irme a Washington y visitar la sede central de la NASA, la mítica agencia espacial estadounidense.

Pero claro, no se llega allí y se llama a la puerta sin previo aviso. Se necesita la mediación de alguien que responda por uno. Y en mi caso fue la de José Manuel Sánchez Ron, nuestro más insigne historiador de la ciencia y un amigo entrañable.

Llegué a Washington en agosto de 1998, poco después de que Al-Qaeda cometiera uno de sus atentados más llamativos y sanguinarios previos al 11-S. El clima en las oficinas públicas (no tanto en la calle, para ser sinceros) era de seguridad reforzada.

Durante dos semanas me convertí en un trabajador más de la NASA, que acudía a sus oficinas por las mañanas, con su café de Starbucks en la mano (aquí todavía no se conocían los frapucchinos), comía un sándwich rápido a mediodía y salía, como todos los demás, a las cinco en punto de la tarde.

La sede central de la NASA no muestra ningún glamour asociado a la aventura espacial, es un anodino edificio gubernamental que forma parte del conjunto de oficinas estatales que rodean el Mall de Washington.

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En la entrada, y producto de la seguridad reforzada, había que acreditarse, todos los días, ante unos tipos enormes que luego averigüé que eran del cuerpo de marines. Una vez cumplimentada la información y revisada la documentación, llamaban a algún miembro de la oficina de la NASA correspondiente para que acudiera a recogerme en recepción y me acompañara a las oficinas. El compromiso es que estuviera vigilado en todo momento y también que me acompañaran a cualquier lugar del edificio al que tuviera que acudir, fundamentalmente al baño. Me sentía como en la típica película estadounidense en que el bueno, injustamente acusado, aprovecha su visita al baño para escaparse por la ventana o el túnel de ventilación mientras el policía se queda en la puerta como un pasmarote.

La maravillosa NASA, ejemplo de eficacia extrema durante los fascinantes orígenes de la era espacial (muy finales de los cincuenta y todos los años sesenta) había decidido instaurar una oficina de historia de su propia organización, creando el cargo de "Historiador oficial de la NASA". Cuando yo llegué, casi treinta años después del mayor logro de la institución, la oficina estaba formada por tres personas, el propio historiador, una secretaria (¡todavía las había!) y un veterano y eficaz ayudante.

El primer día me presenté al responsable de la oficina, que me dio un recibimiento frío pero correcto y puso a mi disposición la consulta de sus fondos, así como la posible orientación ante cualquier duda que me pudiera surgir.

Además, y eso me fascinaba especialmente, podía hacer las fotocopias que necesitara para mi uso posterior. Yo venía de otro mundo, en el que se pagaba por casi todo, aunque hubiera que echar monedas por la ranura de una fotocopiadora. Pero aquellos eran los Prósperos Estados Unidos de América y a mí me habían convidado a participar durante unos días de su banquete.

La oficina, sin embargo, estaba en el lugar menos glamouroso del edificio, el sótano. Tampoco se podían pedir milagros. El presupuesto de la NASA nunca se había recuperado (ni lo ha hecho después) de las excepcionales circunstancias de la carrera espacial. A pesar de todo, aquello tenía el confort que asociamos a los lugares bien conservados de Estados Unidos.

En una ocasión pedí que me llevaran al departamento de fotografía para informarme de sus fondos y me acompañaron a la última planta del edificio (acostumbrado al sótano, la luz me deslumbró) y entré en una de las secciones más atractivas de la institución. Allí, en una era que podríamos llamar "cuasi predigital" me enseñaron algunas imágenes maravillosas tomadas por los astronautas del programa Apollo en los años sesenta. Y me ofrecieron gratis las que quisiera para mi libro. Una vez más la prosperidad cultural de los Estados Unidos.

El resto de mi estancia en Washington también estuvo dominada por los orígenes de la era espacial. El único museo que visité es el considerado como el más visitado del mundo: el Nacional del Aire y del Espacio, una joya para niños y mayores que contiene en su vestíbulo, entre otras maravillas, el avión de Lindbergh, dos de los misiles más emblemáticos de la guerra fría (el Pershing II estadounidense y un SS-20 soviético, una bestia de 37.000 kilos y más de 16 metros de altura) y, para lo que a mí me interesaba, nada menos que el módulo de mando del Apollo 11. Confieso que, como me ha ocurrido en ocasiones ante "visiones históricas", se me puso la carne de gallina cuando lo tuve delante. En ese espacio exiguo habían pasado una semana tres astronautas aventureros a finales de los años 60 y conseguido el mayor hito aeroespacial de la historia. Era el único resto posible (la pieza exclusiva que regresaba a la tierra) de aquella misión histórica.

La tienda del Museo es una tentación consumista muy americana, pero a mí me interesaba hacer acopio de libros "serios" sobre la materia (Amazon se había fundado solo cuatro años antes y aún estaba en mantillas) que me hubiera resultado mucho más trabajoso por otras vías.

Recuerdo mi solitaria e intensiva estancia en Washington con nostalgia y cariño. Fue una experiencia confortable pero intensa. Y quiero aprovechar este artículo para agradecer a todo el personal de la NASA con el que traté por su amabilidad y eficacia.

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