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Santiago Abascal

Extrema derecha

Mientras tanto, nosotros en la derecha. Sin vergüenza y sin miedo. Por eso los 250.000 votos de Vox serán millones más pronto que tarde.

La cosa ya estaba muy consolidada en los ambientes de la izquierda desde que Stalin instruyera a sus hordas para que cuando debatiesen con un conservador le llamasen fascista y así este tuviera que emplear parte de su tiempo y de sus palabras en desembarazarse de tan pesada etiqueta. La táctica dichosa está muy extendida en España desde los años treinta y cobró renovados furores con la llegada de la democracia en 1978. Desde entonces, la izquierda y los separatistas mantienen inmovilizada y acomplejada a la derecha española, que en cuanto osa defender una sola de sus posiciones es inmediatamente situada en el averno del fascismo y de la ultraderecha.

Mariano Rajoy, tan correoso él en la defensa de las convicciones de la derecha española, contribuyó a un mayor envalentonamiento, ideológicamente matón, de la izquierda patria –más bien antipatria–, cuando en los prolegómenos del aciago cónclave popular de Valencia en 2008 invitó a los que, desde dentro de su partido, le pedíamos dar la batalla de las ideas a que nos fuésemos al partido liberal o al partido conservador. Literal.

Desde aquella fecha, la los autoproclamados progresistas mantienen domesticada y desarmada a la derecha española. Por ese éxito de los zurdos, la costumbre tan totalitaria de etiquetar para garantizarse la muerte social del oponente político ha encontrado renovados ímpetus en nuestro país. Se dio cuenta el bueno de Albert Boadella, icono de la izquierda en otras épocas, cuando dijo aquello de: "Si ser españolista es ser fascista, yo soy fascista". Ningún político del espectro liberal-conservador se habría atrevido a la pronunciar tal frase ni entre bromas.

Pero el problema español es que el totalitarismo de izquierdas va camino de ser una realidad. Tanto miedo había a la etiqueta maldita de la derecha extrema que la derecha democrática se rebautizó como centro reformista, primero, y tuvo que aplicar las recetas socialistas, después. Cuando el Rajoy de la oposición timorata llegó al poder, renunció desde el minuto uno a liderar un gobierno audaz y se limitó a ser la mascota de la progresía dogmática, esa que le vigila la casa cuando esta sale de paseo. Subidas de impuestos y cotizaciones sociales, ley de memoria histórica, cobardía ante el separatismo, suelta de asesinos y violadores, ideología de género y leyes discriminatorias de igualdad. Izquierda pura. La ideología liberal-conservadora no llegó al poder en España en 2011.

Recuerdo ahora cuando los amigos de la ETA ponían la etiqueta de ultraderecha. Funcionaba. Después fue el PNV. Funcionó también. Más tarde los socialistas que habían cogido nuestras mismas pancartas en tierra vasca. Y funcionó de nuevo. Y finalmente –cuando decidimos abrir la puerta y marcharnos– algunos de nuestros propios compañeros de filas del PP que habían sido víctimas de las mismas caricaturas izquierdistas. Pero con nosotros ya no funciona. Porque no tenemos miedo a ese averno fantasmagórico y porque no somos de esa generación cobarde a la que inmovilizan los estigmas. Y eso que sabemos que la etiqueta volverá a sonar algún día incluso entre nuestras propias filas cuando alguno de los nuestros flaquee ante la izquierda, o no encuentre un argumento serio para un lícito debate interno.

Por ese gran triunfo de socialistas y comunistas en el arte de la exclusión política hoy ya no sorprende que la ultraizquierda soviética, chavista y castrista de Podemos se vea con fuerza para desplazar –sin que nadie rechiste– el eje político español hacia la izquierda más fanática. IU se quiere casar con ellos. El PSOE les quiere imitar. Y el PP quiere quedarse en el espacio que deja el PSOE. No son buenas noticias para España. Pero mientras tanto, nosotros en la derecha. Sin vergüenza y sin miedo. Por eso los 250.000 votos de Vox serán millones más pronto que tarde.


Santiago Abascal, secretario general de Vox.

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