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EDITORIAL

Los malos humos del PSOE

Desde el momento en que nadie se ve obligado a entrar en un bar o en un restaurante, quien quiera acceder a estas propiedades privadas debería, en todo momento, acatar las normas sobre el tabaco que sus propietarios, y no el Gobierno, establecieran.

Fumar es una práctica que indiscutiblemente tiene consecuencias no sólo sobre el fumador sino sobre quienes en su entorno respiran el humo que genera. Por consiguiente, es un asunto que posee el potencial para engendrar conflictos entre las personas: los fumadores se creerán en el derecho de fumar y los no fumadores en el de no padecer el humo.

Los socialistas e intervencionistas de todo pelaje consideran que siempre que exista o pueda existir un conflicto entre dos individuos, el Estado tiene que meter sus narices con algún tipo de regulación. En su opinión, los seres humanos son incapaces de dotarse de manera pacífica de reglas privadas que establezcan los términos de sus relaciones.

En España los conflictos que pudieran surgir en torno al tabaco se habían resuelto tradicionalmente mediante uno de los derechos centrales de todo sistema liberal que se precie, la propiedad privada. Era cada propietario quien decidía qué hacer en sus aposentos, esto es, si resultaba o no permisible fumar y en qué condiciones. Subsidiariamente solía entrar en juego esa institución social espontánea tan importante como son las "normas" de educación o de cortesía, esto es, si se pedía amablemente fumar o dejar de fumar solía atenderse a la petición.

El Gobierno socialista, sin embargo, empeñado en crear conflictos donde no los había con tal de extender su influencia y sus redes sobre la sociedad, aprobó en 2006 la famosa Ley Antitabaco donde se restringía el derecho de ciertos propietarios de "espacios públicos" –como los centros de trabajo– a decidir qué hacer con sus establecimientos. Sin embargo, las ansias moralizantes del PSOE –pese a la hipocresía que en esta materia exhiben muchos de sus dirigentes, empezando por el presidente del Gobierno– le han llevado a proponer durante esta semana un "endurecimiento" de la Ley Antitabaco, esto es, un recorte aún mayor de las libertades de los españoles.

El objetivo de la reforma será prohibir fumar en todos los "espacios públicos", incluidos aquellos que no se vieron necesariamente afectados por la ley de 2006, muy en especial bares y restaurantes de menos de 100 metros cuadrados a quienes se les permitió seguir eligiendo el régimen de su local.

El argumento utilizado para justificar la novación es que aún cuando tengan un propietario, bares, restaurentes y centros de trabajo son lugares "abiertos al público" donde, por consiguiente, parece que deben imperar uns normas también públicas.

Y es que, de momento, ni siquiera los socialistas ven conflicto alguno sobre cómo resolver el problema del tabaco dentro de los hogares de los españoles: es el propietario de cada casa quien establece si se puede fumar dentro de ella o no. Aquí parece claro que no es necesaria ninguna ley: si soy un no fumador al que le molesta el humo sobremanera, prohibiré que se fume dentro de mi vivienda y mis posibles invitados fumadores decidirán si semejante prohibición supone una carga tan insoporable como para declinar entrar en mi inmueble o, por el contrario, acatarán mis reglas aun a regañadientes.

Pero si el modo de solventar el problema resulta flagrante en el caso de espacios privados, ¿por qué no resulta igualmente claro en el supuesto de espacios privados que sean abiertos al público? Desde el momento en que nadie se ve obligado a entrar en un bar o en un restaurante, quien quiera acceder a estas propiedades privadas deberá, en todo momento, acatar las normas que se establezcan en ellas. Y de manera análoga, desde el momento en que un propietario no puede obligar a nadie a que entre en sus dominios, si pretende atraer a la clientela deberá ofrecerles unas condiciones (incluyendo un ambiente) agradables.

Es falso que el Gobierno esté protegiendo la libertad de los no fumadores con la ley, ya que su libertad no va más allá de decidir si entrar o no en determinados espacios privados pero abiertos al público. La libertad no consiste en que el resto de ciudadanos se sometan a mis normas en sus respectivas propiedades, sino en que cada individuo pueda gestionar su propiedad sin coacciones ni injerencias externas.

Que la mayoría de españoles sean no fumadores y pese a ello continúen acudiendo a locales que siguen permitiendo fumar no ilustra que los propietarios tengan una especie de poder monopolístico sobre sus vidas; más bien, indica que a los españoles no les importa el humo lo suficiente como para dejar de acudir a centros de ocio que consienten que se siga fumando.

No conviene olvidar que el humo que desprende una persona y que alcanza a otra supone un conflicto potencial análogo a los que podrían suponer los sonidos, los olores o los destellos de luz: son emisiones de una persona que alcanzan a otra. Con los mismos argumentos con los que se defiende la prohibición del tabaco en espacios privados pero abiertos al público se puede defender la prohibición de perfumes, melodías o sistemas de iluminación circunscritos al interior de esas propiedades. Si esto nos parece ridículo, también debería parecérnoslo la actual y la futura Ley Antitabaco y, si no lo hace, probablemente estemos camuflando un mal razonamiento con el deseo inconsciente de que se impongan a los demás nuestras preferencias.

El Gobierno socialista continúa dando muestras de su pulsión intervencionista en todos los ámbitos. Una sociedad próspera y libre no puede renunciar a sus derechos y a sus responsabilidades delegándolos a la gestión pública. La mejor manera de resolver los conflictos sobre el tabaco es tal y como se venía haciendo antes de 2006; lo demás sólo nos conduce a una espiral estatista que lejos de mejorar la situación, la empeora.

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