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Una de las imágenes más lacerantes del fenómeno migratorio es la muerte de algunas de esas personas en su peligroso periplo a través del Estrecho o en ruta hacia Canarias. Las mafias son, en ese punto, de una inhumanidad que recuerda a la de los esclavistas: obligan a lanzarse al agua a su “pasaje” si se ven en peligro, no paran a recoger a un niño cuando ha caído al agua. Las penas para estos traficantes de personas son, desde luego, muy leves.

Todo este clima es, además, un efecto perverso de las regularizaciones que se han venido practicando, de forma que se ha abierto la especie de que la inmigración ilegal termina siendo legal, lo que permite asumir tal riesgo. Cualquier ampliación del efecto llamada produce más muertos, amén de la posterior marginalidad. No puede dejarse de señalar la culpable incompetencia con la que vienen funcionando las autoridades marroquíes. En vez de introducir las reformas necesarias que permitan el sostenimiento de la población, la corrupta monarquía alauí se dedica a exportar excedentes de población, permite la existencia en su territorio de las mafias que están monopolizando el tráfico de subsaharianos y hay constancia de que la policía expulsa hacia España a cuantos argelinos o personas de otra nacionalidad detiene en su territorio.

Toda esta serie de fenómenos hace especialmente urgente la reforma de la Ley de Extranjería, y la agilización de los trámites burocráticos para las vías legales de entrada en España. Quienes mejores aptitudes tienen para integrarse son quienes más dificultades encuentran, mientras empieza a haber serias sospechas de connivencia de ONG subvencionadas con mafias, que no pertenecen al campo del limbo, sino que están ya implantadas en España.

El cierre de fronteras con Marruecos es una opción que se debería tener en cuenta mientras dicha nación no se muestre responsable, así como la eliminación de ayudas al desarrollo que se trasvasan desde los contribuyentes españoles. Pero, sobre todo, es preciso que la relación coste-beneficio para los traficantes se endurezca de manera notable. Sólo así se reduciría esa tragedia añadida de los ahogados. Y, por supuesto, la cuestión no se resolverá mientras se mantengan las situaciones de explotación en el tercer mundo. Ello obliga a abandonar complejos de culpa y a plantear una sana injerencia ideológica que cuestione las dictaduras de las naciones subdesarrolladas y sus ineficientes sistemas económicos.

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