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Federico Jiménez Losantos

La deserción de los dirigentes

De Brasil, e incluso de Argentina, solía decirse: “es el país del futuro... y siempre lo será”. Iberoamérica es, sin duda, el continente del futuro y quizás siempre lo será, pero ya nadie desperdicia la mínima energía en dedicarle una frase despectiva. En este balcón iberoamericano que es Miami, donde se detectan todos los movimientos o convulsiones de Iberoamérica, desde la migración a la fuga de capitales, nunca como en este verano de 2002 había visto una convicción tan extendida de que la situación no tiene remedio. Y Estados Unidos, en vísperas del primer aniversario de los atentados del 11 de Septiembre, tiene bastante con sus propios problemas domésticos, que suelen además afectar al resto del mundo, como para prestar atención a ese “patio trasero” convertido en leonera. Ni atención, ni cuidados, que nunca han sido la solución de los males iberoamericanos, perpetuados en la demanda de que otros –siempre los USA, a veces la Unión Europea– carguen con sus responsabilidades. Pero es que ahora hay un factor de tipo moral tan presente y tan generalizado en prácticamente todos los países iberoamericanos que difícilmente puede culparse a nadie de su arraigo, pervivencia y, por qué no decirlo, popularidad. Me refiero, naturalmente, a la corrupción.

Racismo informativo

Es terrible que las únicas noticias positivas lleguen de Colombia, el país en situación más desesperada. Pero es que es el único en el que los resortes morales de una parte de su clase dirigente y del pueblo llano parecen vivos y activos en medio de la tragedia. Como si sólo la muerte fuera capaz de colocar a los iberoamericanos ante su responsabilidad. Y eso, algunos. Muchos serían capaces de cobrar comisiones ilegales por el paredón de su propio fusilamiento.

La prensa norteamericana, como la europea, tiene parte de responsabilidad en ese apogeo de la corrupción política sólo igualado por la incompetencia administrativa. Las reticencias criminales del New York Times y otros faros de la progresía periodística universal ante la disposición de Uribe de hacer la guerra a la narcoguerrilla colombiana (dedicaremos a ello un capítulo de esta serie) son sólo el extremo de la miserable costumbre de premiar el pintoresquismo tercermundista en detrimento de las instituciones jurídicas, políticas y económicas que hacen posible la libertad y la prosperidad de los países. Para el racismo supuestamente compasivo de la izquierda periodística son más interesantes, más genuinos, más auténticos Eva Perón, el Che, Fidel Castro o Chávez que la independencia judicial, el libre comercio o la lucha contra el déficit presupuestario. Demasiado aburridos para quien espera sólo emociones informativas fuertes: caudillismo, crimen, corrupción, miseria, calor y color, pólvora, palmeras, alcohol barato y demagogia.

Indigenismo y deslegitimación

Pero quizás el factor que desde Miami se aprecia con más claridad es el de la deserción masiva de las clases dirigentes iberoamericanas. Deslegitimadas por el indigenismo –reeditado y canonizado por la “corrección política” norteamericana– y educadas en la irresponsabilidad, nadie que pueda permitírselo deja de instalarse, poner un pie o enviar a sus hijos a los Estados Unidos. Todo con tal de huir de sus raíces, de arrancarlas de sí mismos como el que despierta de un mal sueño y decide quemar la cama. “Arrojar la cara importa, que el espejo no hay de qué”, dijo el clásico. Pero es difícil condenar a quienes se alejan de un desastre material cuya base es una dimisión moral. ¿Huyen del esfuerzo o buscan una virtud más llevadera? Ambas cosas, probablemente. Y lo peor es que, en este verano tropical, agobiante, razonablemente banal de 2002, nadie con ojos en la cara y con la mano en el corazón puede reprochárselo.

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