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En las manifestaciones contra la intervención en Irak se veían sobre todo dos clases de personas. Por un lado estaban los jóvenes, todos estudiantes. Por otro lado las personas de cierta edad, asalariados o funcionarios. Faltaba la gente de entre 30 y 45 ó 50 años. Obviamente, estos no están para manifestaciones: tienen que ganarse la vida por su cuenta. En cuanto a los otros, algún sociólogo habrá de estudiar un día la posible relación que existe entre la posición antibélica y el tamaño del estado. Seguro que cuanto mayor sea este, más antibélica ha sido la opinión pública. España, Francia y Alemania tienen un peso muy considerable del sector público y una muy poblada función pública. En los tres, la opinión pública ha estado mayoritariamente en contra de la guerra.

De ser cierta esta hipótesis, y a mi me parece poco dudosa, nos encontraríamos ante una paradoja notable. Los jóvenes, los asalariados y los funcionarios son los sectores sociales que menos autonomía tienen. Los funcionarios gestionan decisiones gubernamentales, y los asalariados decisiones de los empresarios. Ninguno de ellos toma la iniciativa y ninguno es del todo responsable de sus propias vidas. Si dejamos aparte a los jóvenes, por eso del alocamiento que siempre se le supone a la juventud, los demás deberían haber sido, en buena lógica, los más dóciles y los más dispuestos a seguir las decisiones de quien manda, en este caso el gobierno.

No ha sido así. Al revés. Esas mismas personas son también las que más han participado en la campaña contra la guerra, los que más se han comprometido con ella. Y aquí viene lo curioso de este asunto, porque todos sabemos que en la campana en contra de la guerra, no se ha dirimido sólo la adhesión a una política. Lo que ha salido a la luz es algo más incluso que los resabios izquierdistas. Es lo que todavía queda del siglo XX: una marea antisistema, profundamente antidemocrática y anticapitalista. Una mentalidad recelosa y atemorizada ante la libertad.

Es como en el Ministerio de Asuntos Exteriores, donde los funcionarios ya no pueden seguir haciendo lo de siempre, que era aliñar los comunicados del Quai d’Orsay, es decir de sus colegas franceses. Ahora tienen que escribir su propio guión. ¡Qué miedo!


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