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José T. Raga

Competencia, no

Lo que no acepto es que el honorable Castells decida con Zapatero los impuestos que tengo que pagar yo en la Comunidad de Madrid.

Naturalmente que no. Eso son cosas de los malditos liberales o de lo que aún es peor, de la derecha recalcitrante que apela a la competencia cuando le conviene y la detesta cuando le perjudica. Además, la competencia sólo beneficia a los consumidores y, especialmente, a los de menor renta pues, dada su escasez de recursos, los pocos disponibles les permiten acceder a más bienes, ya que éstos tienen precios más bajos, precisamente por la competencia. Esta es la razón del porqué a los empresarios, en general, no les gusta la competencia: les hace estar siempre alerta mejorando técnicas y productividad para poder competir en un mercado libre, y cuando se duermen un instante, la competencia los entierra por su indolencia, ya que sus vecinos están bien despiertos y muy activos, mejorando sus procesos económicos, para obtener ventajas que les permitan ganar mercado.

Y, se preguntarán ustedes, por qué no gusta la competencia a los socialistas y, en general, a las ideologías de izquierda; bueno ya he dejado dicho que tampoco a las de derecha autárquica y nacionalista. En primer lugar, porque dudo de que la entiendan; tengo razones fundadas para suponer que cuando hablan de ella, ni siquiera se sitúan en el entorno que hace posible el juego competitivo. Baste ver cómo han responsabilizado a las prácticas liberales del mundo financiero de ser el desencadenante de la crisis actual; y esto lo dicen de un mercado plenamente regulado, dispuesto desde la autoridad político-administrativa, autorizado y controlado por ella, a la vez que es la autoridad, bien del Estado nacional o bien de la Unión Monetaria Europea, quien ejerce el monopolio de emisión del dinero, como recurso fuente de toda la actividad del sistema financiero.

En segundo lugar, porque en un marco de competencia no caben privilegios ni discriminaciones que, por ligeras que sean, dan al traste con la competencia y las virtudes que de ella puedan derivarse. El poder, al contrario, pretende crear zonas de recíprocos compromisos, en los que impera el doy para que me des, o el hago para que me hagas, o cualesquiera de las posibles alternativas del esquema de favores. Y no lo pretendía, pero el momento no puede ser más propicio para traer a colación estas fórmulas de corrupción, tan al uso en los variados escenarios públicos en los que el poder se ejerce con decisión.

¿Quiénes son los sacrificados? Como siempre los ciudadanos de a pié. Tanto más cuanto menos tengan, pues, relacionado directamente con el tener está el número de oportunidades para elegir, siendo éstas muy reducidas, cuando reducida es también la renta de los sujetos. En estos casos se impone la regla de paga y calla. Que podrías pagar menos si el mercado fuera más abierto y más libre, es decir, más competitivo, no existe duda alguna, pero hay intereses de la clase dominante, en connivencia el dominio económico y el dominio político, que prefieren mercados cerrados y privilegiados, aún a costa del sacrificio de todos los consumidores, a los que sólo se les ofrece una alternativa: pagar lo que se les exige por los protegidos oferentes, es decir por los privilegiados. Históricamente –mediados del siglo XVI y hasta mediados del siglo XVIII– la protección era contra las mercancías que procedían del exterior, cuando, al mismo tiempo, se defendía radicalmente la libertad en el mercado interior. Hoy, cuando hay una teórica libertad de mercado, se practican restricciones a esa libertad, tanto con los productos del exterior como con los del propio mercado nacional.

Así las cosas, acabamos de oír la voz, contra la competencia, de un oráculo del socialismo, que mereció todo el respeto como profesor universitario, pero que no le ha importado perderlo o hipotecarlo como honorable de Economía y Hacienda de la Generalidad de Cataluña. Las contradicciones y la perversión del argumento utilizado, no pueden sernos indiferentes. Frente a las reivindicaciones de autogobierno, a las que según ellos les faculta su Estatut, reclaman inexplicablemente al Estado que regule, con carácter obligatorio para las comunidades autónomas, la exacción del Impuesto sobre Sucesiones y sobre Donaciones a fin de que ninguna comunidad pueda reducir sus tipos, eximir de la obligación tributaria o, en definitiva, reducir el gravamen del impuesto en beneficio de sus residentes.

Ello, a decir del honorable, crearía competencia entre comunidades autónomas y podrían producirse desplazamientos patrimoniales de una comunidad a otra en función del beneficio en el trato tributario dispensado en la comunidad de destino. No dice el honorable que lo que el sujeto tributario contempla no es sólo lo que se sacrifica pagando impuestos, sino también lo que se beneficia por el gasto público en bienes y servicios que le presta la administración que le cobra los impuestos. Es más, su manifestación entraña una autoacusación implícita: si una administración proporciona iguales o mejores servicios públicos que otra, y además cobra menos impuestos, parece natural que los sujetos, en la medida en que puedan, se desplacen de la última a la primera; es el resultado natural de la eficiencia. Por lo que la enfermedad no es la percepción del impuesto, sino la ineficiencia del sector público de la comunidad que se ha visto desfavorablemente afectada con la huida de patrimonios.

Lejos de huir de la competencia, lo que el honorable Castells tendría que procurar es precisamente lo contrario: que la competencia sirva para alertar a un sector público lastrado por la ineficiencia y, racionalizando el gasto, mejorar las condiciones de vida de sus residentes disminuyendo los impuestos que reducen su capacidad económica. Lo mismo parece hacer la Generalidad catalana en el sector privado de los servicios, impidiendo competencia en el lado de la oferta y, por tanto, sacrificando a los que están en el lado de la demanda. Aunque si tengo que ser sincero, todo esto no me preocupa, si los sacrificados catalanes se sienten satisfechos. Lo que me resulta más difícil de aceptar, o más claramente lo que no acepto, es que el honorable Castells decida con el Sr. Rodríguez Zapatero los impuestos que tengo que pagar yo en la Comunidad de Madrid. Y es que su despotismo les lleva a no satisfacerse haciendo lo que les viene en gana, sino que necesitan decidir también lo que deben hacer los demás.

Y una sugerencia honorable Castells, ¿no será que los que huyen lo hacen del gobierno de la Generalidad y no tanto del Impuesto sobre Sucesiones? ¡Qué pena que uno tenga ya una edad tan avanzada, porque si no, aquí me iban a coger!

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