Los usuarios habituales del ferrocarril formamos un grupo humano de lo más variopinto. El vagón de un tren en los viajes de larga distancia es un microcosmos en el que no falta de nada. Está el jovenzuelo bocazas que aprovecha las ventanas de cobertura telefónica para hablar con sus amiguetes a grito pelado, la pareja de ancianos que va o viene de visitar a sus nietos, unos cuantos profesionales que viajan en solitario y aprovechan para aporrear el ordenador o revisar papeles... y yo. Antes, cuando existía el servicio militar obligatorio, había también un reducido grupo de reclutas, encargados de colocar las maletas de todo el pasaje y de hacernos pasar el rato contándose las típicas anécdotas -exactamente las mismas que todo el que ha hecho la mili ha vivido, con ligeras diferencias-; pero el anterior gobierno popular suprimió el servicio a la patria y desde entonces los viajes en tren ya no son lo que eran.
La conexión ferroviaria de Murcia con Madrid es la única opción asequible, al menos hasta que se ponga en marcha el flamante aeropuerto internacional una de estas décadas, así que todo el que quiere viajar a la capital tiene forzosamente que utilizar el famoso Talgo de motor diésel porque, agraviados nacionalistas catalanes, a estas alturas de la modernidad la región de Murcia no cuenta ni con un solo centímetro de vía electrificada para AVE o sucedáneos.
Cuatro horitas y media en un vagón dan para mucho. Principalmente para leer, porque, a pesar de su seriedad y excelente servicio, los progres de ADIF suelen programar películas españolas a cual más absurda. Este miércoles pasado, por ejemplo, nos agredieron con una versión muda de Blancanieves ambientada en el mundo de la tauromaquia, despropósito mayúsculo que sólo miraba con cierta atención un matrimonio británico porque en su país no echan corridas de toros por la tele y aquí te las ponen gratis hasta en el tren.
Las nueve horas de viaje, contando ida y vuelta, dan para leer bastante. Yo recomiendo Santo Tomás hasta llegar a Socuéllamos y Simenon o Petros Markaris a partir de Albacete, una vez tomado el refrigerio con que puntualmente te obsequia la Compañía. El servicio es impecable. El personal auxiliar te atiende con premura sin perder la sonrisa ni dar la brasa como en los aviones, que una vez alcanzada la velocidad de crucero se convierten en un mercadillo. Por si fuera poco, ahora los trabajadores de Renfe van a aprender también las lenguas vernáculas del Estadoespañol, de manera que en poco tiempo podremos chapurrear en vascuence con el revisor, clamor popular entre la clientela ferroviaria a la que incomprensiblemente no se había dado todavía una respuesta adecuada. Gracias a la Renfe, además de engrandecer nuestra cultura con lecturas provechosas, ahora también aprenderemos idiomas mientras tomamos un gintonic, gentileza de la Compañía. ¿Se puede pedir más?