San Juan de Puerto Rico: gente maravillosa y el recuerdo de la historia de España en el Caribe
Es muy difícil estar en San Juan de Puerto Rico y no sentir un cierto orgullo patrio, incluso para los que no nos inflamamos con facilidad por los logros que, al fin y al cabo, fueron de otros españoles y, ay, me temo que de otra España.
Pero aun así, esas murallas, esos muros y ese lugar en el que, pese a la enorme distancia, nuestros antepasados dejaron una huella todavía tan visible te hace sentir un punto de amor propio, te hace pensar que algo hemos hecho bien, aunque fuese mucho tiempo atrás.
Puerto Rico, además, te devuelve ese sentimiento con un recibimiento cálido, cariñoso, con su gente maravillosa que te hace sentir querido desde el primer momento, y con un respeto a símbolos que nos unen que ya lo quisiéramos ver muchas veces por aquí: la Cruz de San Andrés aún ondea junto a los fuertes en la costa; la estatua de Colón sigue elevándose, sin polémicas ni chorradas, en una de las plazas más concurridas del centro histórico; el español se mezcla con algunas palabras inglesas, pero lo hace de forma deliciosa, con un acento caribeño y meloso, y, sobre todo, se resiste a desaparecer.
El más antiguo viejo San Juan
Si consideramos que Puerto Rico es parte de Estados Unidos, que en principio lo es pero resulta un tema un poco más complicado, San Juan sería la ciudad más antigua del país, con 44 años de diferencia a la segunda – San Agustín, en Florida–, que no está nada mal.
Es, además y sobre todo, una ciudad en la que la historia está muy presente: lo hemos comentado antes, pero ahí están los fuertes españoles, con sus preciosas garitas que se asoman al mar con una gracia singular, y sobre todo ahí están esos inmensos muros de la patria mía, ya me entienden, que han sido capaces de resistir al tiempo y siguen pareciendo casi tan impresionantes como debían parecerlo allá por el siglo XVII.
Se trata, por cierto, de un conjunto de fuertes y murallas que es Patrimonio Mundial y en el que se incluyen el Castillo San Felipe del Morro, el Castillo San Cristóbal, que son los dos más grandes e imponentes, la mayor parte de las murallas de la ciudad y también la Puerta de San Juan y el fuerte de San Juan de la Cruz, al otro lado de la bahía.
Son los más destacados, pero no los únicos elementos históricos de una ciudad que tiene en todas las calles de su parte vieja muchísimo encanto colonial y, por supuesto, caribeño. Todo es color: las fachadas, las puertas, los marcos de las ventanas, la gente que pasa… hasta los adoquines tienen un color azulado intenso que no deja de maravillarme y que queda precioso en las fotografías.
Una cosa curiosa es que al pie de uno de los tramos más espectaculares de la muralla está la comuna de La Perla, un barrio que era famoso por su masiva delincuencia y que, al parecer, en los últimos años trata de enmendarse y ya no es tan peligroso, pero que aun así sigue sin formar parte de los recorridos turísticos, que se limitan a contemplarlo desde lo alto del muro defensivo.
Una ciudad tranquila
Pese a ser una ciudad de cruceros, pude recorrer buena parte de esas calles estrechas y coloridas sin demasiada gente a mí alrededor, con una sensación deliciosa de estar en otra época y casi en otro mundo, uno más cálido y tropical, al mismo tiempo que siempre con ese toque español, aunque sea de una España en otro continente.
Dicen que San Juan es como una pequeña Habana y probablemente sea muy parecida a esa otra ciudad caribeña. Eso sí: para suerte de los puertorriqueños al no haber sufrido 65 años de comunismo sigue luciendo hermosa y, al mismo tiempo real: no es de esas ciudades que tiene aspecto de escaparate.
Por último, recuerdo que entre la arquitectura colonial hay también un buen ramillete de edificios en los que puede rastrearse otra influencia caribeña: la del art decó de Miami. Hay algunas casas particulares y, sobre todo, la espléndida sede del Banco Popular de Puerto Rico, testimonio de esa otra alma, la norteamericana, que también puede ir encontrándose en no pocas cosas de la isla.
La gastronomía y la gente
Una de las sorpresas que me llevé en mi viaje a Puerto Rico es lo bien que se come en la isla y, por supuesto, el Viejo San Juan no sólo no es una excepción sino que es un lugar perfecto para sumergirse en las costumbres culinarias de los boricuas.
Algo que se puede hacer desde bien pronto por la mañana con un buen café y, sobre todo, con algo de chocolate como el que se toma en el encantador Chocobar Cortés: caliente y, sorpréndase, con queso, que se sumerge en la taza hasta que empieza a derretirse. Una forma potente de llenarse de energía.
No tuve todo el tiempo que me habría gustado para disfrutar estas delicias gastronómicas, pero pasé por locales que no puedo dejar de recomendarles: el Café El Punto, con su tienda, su museo y, por supuesto, un cuidado restaurante; Casa Luna, en una de las calles más bonitas de la ciudad y con una cocina deliciosa; o la estupenda Taberna Lúpulo, con decenas de cervezas para tomar en un ambiente muy agradable y con buena música.
Sin embargo, con el tiempo quizá lo que más recuerdo de San Juan –y de todo Puerto Rico– es el calor y la simpatía de los puertorriqueños, la amabilidad y profesionalidad de los trabajadores, la sonrisa siempre puesta, la forma en la que todo aquel al que pedía una foto posaba con su mejor cara ante mi cámara… En fin, hay muchísimos motivos para viajar a esa isla y, desde luego, su gente es uno de los más importantes.