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Luis Herrero Goldáraz

El asno de Buridán

¿Puede llegar a ser preferible morir de hambre que tener que elegir entre dos sacos de heno exactamente iguales colocados a una misma distancia?

¿Puede llegar a ser preferible morir de hambre que tener que elegir entre dos sacos de heno exactamente iguales colocados a una misma distancia?
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¿Puede llegar a ser preferible morir de hambre que tener que elegir entre dos sacos de heno exactamente iguales colocados a una misma distancia? Desde hace algunos días me vengo haciendo esta pregunta, que, si bien puede parecer algo arbitraria, lo cierto es que sobre todo es bastante estúpida. ¿Quién, si fuese burro, tendría dudas en una situación así? Pues yo, un poco. A veces incluso me parece que la palabra estúpido podría ser más un halago que otra cosa. En el fondo lo que intento decir es que hemos sido injustos con el asno de Buridán. Pobre animal: atacado por los hunos –partidarios del primer montón de heno, se entiende– y por los hotros –partidarios del segundo, claro está– y catalogado como estúpido por el simple hecho de preferir la muerte antes que tener que dirigirse hacia su izquierda o su derecha para alimentarse. Pues a mí me gusta ese tipo de estupidez, qué quieren que les diga. Ojalá todos los estúpidos fuéramos igual de heroicos, que es la palabra que yo utilizo para describir a aquellos que son capaces de dar un significado poderoso a su propia aniquilación.

Pensando en estas cosas me quedo siempre atrapado en ese punto concreto: la razón fundamental por la que llamamos estúpido al burro hambriento es que prefirió la muerte al alimento. Nada más. ¿Pero por qué iba a tener que ser mejor una cosa que la otra? Es cierto que le bastaba un simple gesto para salvarse, y que hacerlo no le requería demasiado esfuerzo, vale. ¿Pero no hay también en su suicidio involuntario una extraña lucidez? Yo creo que el asno era sobre todo un animal honesto, consciente del valor de sus propias decisiones. A veces yo también preferiría la muerte, ese descanso eterno, que una vida condenada al imperativo agotador de tomar partido. No sé explicarlo mejor, pero me parece que hay algo así como admirable en el hecho absurdo de quedarse quieto y renunciar. Además, a estas alturas ni siquiera tengo claro si es más estúpido morir por tener una mente binaria que sobrevivir gracias a ella.

Andaba con el ánimo propenso a este tipo de chaladuras el otro día cuando comencé a leer aquella frase: "Hay crímenes de pasión y crímenes de lógica". No sé muy bien cómo llegué después hasta el asno de Buridán, pero si lo analizo más o menos creo que tiene que ver con que en el fondo tengo la certeza de que cualquier crimen es pasional, siempre. Otra cosa es que alguno a veces pretenda revestir los suyos con axiomas. Pero no nos engañemos, no hay nada más sentimental ni que revolucione de una forma más rotunda las pasiones primarias del hombre que la idea de Justicia, por ejemplo. Se trata de algo tan animal que ni siquiera existe un consenso claro sobre su verdadero significado. Pero es así: solemos llenarnos la boca hablando con mayúsculas y voz grave y pocas veces terminamos entendiendo los meandros de las grandes ideas de maneras remotamente parecidas. Sentimos ansias por que el mundo se amolde a lo que consideramos justo, bello, verdadero, sin saber exactamente de dónde ha venido nuestra idea de Justicia, Belleza o Verdad; igual que necesitamos justificar cada una de nuestras acciones escarbando en las razones que las provocaron e incluso inventándonoslas si no las encontramos, porque de alguna forma no podemos aceptar que estamos lejos de ser tan cerebrales como se supone corresponde a nuestra especie.

Se ha dicho muchas veces que precisamente esa es la principal falacia de cualquier ideología: pretender ser una explicación del mundo, cuando en realidad no es más que la constatación de un anhelo mucho más profundo e irracional. Por eso tanta gente suele comparar estas cosas con la religión. Pero es curioso porque, si lo pienso así, me resulta mucho más sencillo comprender a aquellos que no toleran a los intolerantes, por ejemplo, y que dedican sus esfuerzos a elegir los nombres de esos otros intolerantes que merecen ser ajusticiados. Que no consigan verse reflejados en el espejo de su propio fanatismo es algo que siempre me ha aterrado, porque intuyo que de alguna forma nos pasa lo mismo a todos, en mayor o menor grado. Y por eso creo que recuerdo tanto últimamente al pobre asno de Buridán. Lo que me pasa en realidad es que, como él, yo también preferiría quedarme quieto y renunciar –descansar de tanto requiebro emocional–, incluso morir de hambre si fuese necesario –aunque esto no lo tengo tan claro, al fin y al cabo yo no soy ningún héroe–, con tal de no acabar convirtiéndome en algún verdugo intransigente al servicio de sus Causas Justas y Verdades Sagradas.

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