Reconozco que soy un pesimista recalcitrante. No solo desconfío del género humano como conjunto, sino, puestos a especificar, de mí mismo. Me consuela pensar que algunas de las personas que estimo son también pesimistas. No es una forma muy agradable de instalarse en el mundo, pero es tan natural como la estatura o el color de la piel o el pelo. No se puede elegir. Si cabe, en este caso, se trata de un modo de ver las cosas que se acentúa con los años, y con gran presteza a partir de la jubilación. La experiencia no es, solo, que uno se tope con personas resentidas, sino que se ha sentido desengañado de otras, a las que les ha prestado mucha ayuda y afectos. Ya es mala suerte.
No me planteo el pesimismo como una corriente filosófica o un talante literario, sino como una posición personal, cotidiana, ante las incidencias de la vida. Supone una tendencia a ver el lado negativo, o incluso dañino, de muchas acciones humanas, por bonísimas que sean las intenciones.
Puede que el pesimismo sea el resultado de otras formas de depresión, que yo, al menos, las padezco. Por ejemplo, la hipocondría (la del enfermo más o menos imaginario), la angustia que me causan los hospitales, las batas blancas, las pruebas clínicas, los fármacos. Ya es desgracia para un valetudinario.
Dado que se trata de una situación inadecuada para el intercambio social, lo corriente es buscar alguna justificación para ese desvío de lo que se podría considerar como normal. Un argumento vulgar es que con un ánimo pesimista cualquier resultado mejorará las expectativas. Es lo de "ponte en lo peor y verás cómo el futuro te traerá algunas alegrías". No es una táctica aconsejable, pues no sabe prevenir las desilusiones o los tropiezos, que son más generales de los que se supone.
Una variante de lo anterior, algo más elaborada, es pensar que la disposición pesimista sirve para disimular los errores o desaciertos personales, proyectándolos como parte de un mundo hostil o aciago. La verdad, no es mucho consuelo.
Una justificación más alentadora es que una visión pesimista da lugar a desarrollar un ánimo crítico frente a los poderosos o influyentes. Si no fuera por tal cualidad, yo no habría escrito tanto.
A lo mejor, es que no hay que buscar justificaciones para algo ínsito en el carácter de una persona, forjado, lentamente, con mil experiencias. Puede que me incomode el tipo optimista sin distingos, al que veo, secretamente, con un punto de envidia. En general, es la impresión de que uno no ha llegado a ser lo que pretendió, en un principio o a lo largo de etapas previas.
La mejor defensa del pesimista es que, con esa visión del mundo y de sus animales inteligentes, se comprenden mejor las cosas. Claro, que, al optimista, le trae sin cuidado tal comprensión, una tarea más propia de intelectuales ociosos. Seguramente, tiene razón. Pero, resulta que, en la carrera de la vida (no, solo, la académica o profesional), no hay marcha atrás. No se nos permite empezar de nuevo, y ser otra persona diferente de la que somos.
Es curioso el contrasentido etimológico de la palabra persona. Por su origen, en el teatro clásico, la persona era la máscara del actor, que actuaba a modo de micrófono, antes de que existiera tal chisme. Luego, en una especie de pirueta de saltimbanqui, pasó a ser lo contrario: lo más íntimo de un individuo, su personalidad. Así, se entiende que ser optimista o pesimista ante la vida es algo tan difícil de alterar como la raza a la que uno pertenece. Siento tener que aludir a una voz, la raza, que, hoy, no se debe mencionar, pero, existe, con todo tipo de variantes. A ver si ese razonamiento no es pesimista.

