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Juan Manuel González

Crítica: 'The Florida Project', con Willem Dafoe

En 'The Florida Project' no pasa nada particularmente especial. Pero uno acaba con la sensación de haber vivido un verano con sus protagonistas.

El cine social USA ahora se lee en clave de reivindicación de raza y género, no de clase social o educación. Quizá sea esa la razón por la que The Florida Project ha sido relativamente olvidada en las nominaciones a los Oscar, perdida en un mar de otras propuestas como las de Déjame salir o Lady Bird. La vida en una comunidad de clase baja en Florida no ha seducido tanto a la Academia como otras películas independientes de marca racial y eso no hace sino dar la razón a la tesis que trabaja aquí el director del filme, Sean Baker, realizador que, por expresarlo de forma simple y llana, está especializado en películas indies donde no ocurre nada particularmente especial.

The Florida Project es de esas películas, y quizá sea bueno que lo sepan. Con una estética cercana al documental y una estructura narrativa que asemeja al filme a la escritura libre, Baker renuncia (aunque en realidad, no tanto) a exponer un conflicto claro hasta bien avanzadas las casi dos horas de metraje. Una vez que la relación entre la pequeña de seis años Moonee (Brooklynn Prince) y su madre Halley (Bria Vinaite), tuteladas en la lejanía por el bonachón conserje Bobby (Willem Dafoe, nominado al Oscar por el papel), toma el protagonismo de la función por encima de las descriptivas escenas de juego infantil, o anécdotas representativas como la de los turistas brasileños, entendemos el conflicto de fuerzas que sí asoma en The Florida Project. Este surge de manera natural tras observar durante un buen rato el comportamiento de sus personajes, un periodo de observación relativamente largo del cual, esta vez sí, se erige una buena película. Quizá no una obra maestra anunciada, pero sí en el sólido retrato de dos almas en pena y descarriadas repleta de tantas sombras como luces.

Una vez asumida la forma, queda la perspectiva de Sean Baker, y es aquí donde la película desborda. Todos sus personajes aparecen regidos, determinados, por una estructura socioeconómica que evidentemente les condena a un hotel de mala muerte. El contraste entre el umbral de la indigencia y el paraíso turístico que rodea a los protagonistas es evidente y nadie intenta negarlo. Pero a diferencia de directores británicos de perfil más o menos similar, e incluso del triste fatalismo de un cine americano indie al uso, Baker se rige por una lógica más compleja, un espíritu más optimista e incluso más (si se quiere, y se me permite la licencia) americano, humanista, que tampoco quita hierro al drama pese a puntuales momentos de buen humor (e incluso algún convencionalismo que en sus manos resulta de todo menos hollywoodiense: véase el sorprendente final, grabado con un iPhone). Por el camino, y pese a una fragmentación quizá cansina, la película encuentra una marca propia diferente a la de un Richard Linklater o una Andrea Arnold.

En pocas palabras, Baker no nos da la chapa moral, sino que simplemente nos enseña cosas. El suyo se trata de un retrato de la América profunda sin remolques pero con moteles, una historia de gente en al margen de todo: del trabajo, de la educación y, en este caso, incluso de Disneylandia; pero en el lienzo de The Florida Project la supervivencia se sobrepone a la pobreza y la vida se rige por fuerzas más complejas las que abocan a la mera tragedia. Los opulentos y magníficos cielos de verano de las afueras de Florida que retrata la cámara, cuyas nubes parecen aplastar desangeladas estructuras de hormigón de colores pastel (olvídense aquí de ese ladrillo húmedo de un realista drama social británico) quizá funcionan no solo como marco, sino como reflejo perfecto de todo ese principio ordenador, reforzando el marcado punto onírico de un relato donde el realismo, pero visto con cariño, lo impregna todo.

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