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Juan Manuel González

Crítica: 'Isla de Perros', de Wes Anderson

Los fans de Anderson siguen estando de enhorabuena, y el espectador que desee una película calculadamente original, también. 

Desde su ya (relativamente lejano) comienzo con Academia Rushmore, el cine del "enfant terrible" Wes Anderson ha acabado en la misma parcela artística y comercial que otros miembros destacados de ese cine de autor fagocitado por el nuevo Hollywood como, por ejemplo, David Lynch y Sofía Coppola. Es decir, productos de etiqueta más o menos exclusiva o independiente, con cierto aura de rebeldía, destinados a todos aquellos que dicen renegar de la vertiente más comercial de los mismos estudios que producen esas películas. ¿Bueno, malo, regular? Demasiada tela que cortar para tan corto espacio, la de la creación de un cine de autor como marca registrada para alcanzar ese público alternativo que necesita una etiqueta distintiva, y si hay suerte (a menudo la hay) encajar en la estantería un par de Oscar o tres.

Isla de Perros, como pueden imaginar, se tira de cabeza a esa piscina que tratamos de definir. Tras Fantástico Mr. Fox, su primer filme de animación, y las excelentes Moonrise Kingdom y El gran hotel Budapest, la nueva obra de Anderson se integra a la perfección en esa parcela especialita, con su perfeccionista técnica de animación "stop motion" y cuidada estética a lo Wes Anderson (ya saben, gusto por los planos simétricos y aspecto retro, un universo a caballo entre lo näif y lo trágico...). Y lo cierto es que, solo con existir, su película diversifica el cine de animación hollywoodiense, entendido casi exclusivamente como espectáculo familiar, y se lo lleva a otro territorio, el de las fantasías engañosamente cándidas de su director. En ese sentido, Isla de Perros resulta una película atrayente y necesaria, por mucho que tanto sus fracasos como sus aciertos resulten, a la vez, representativos de ese contexto en el que nace la película.

La de Anderson comienza como una aventura de descubrimiento en la que, tras una epidemia, todos los perros de una enorme urbe japonesa son exiliados a una isla-vertedero, donde se traslada un niño de 12 años en busca de su mascota extraviada. Anderson despliega entonces su indiscutible encanto en una parodia del relato de aventuras míticas (ambientada en un Japón tecnificado pero dictatorial, su uso del tópico oriental ha ofendido a los de siempre en EEUU) y, pese a un uso de la voz en off (deliberado pero a todas luces excesivo) todo funciona razonablemente bien como parábola del eterno conflicto entre especies (léase razas) en un mundo guiado por el miedo.

Pero Isla de Perros tiene otra agenda distinta, y Anderson lo demuestra con una subtrama conspiranoica y de corrupción política que acaba tomando el control del relato y que, paradójicamente, acaba jugando en contra de los intereses de un cuento que ya albergaba tales proposiciones. La película trata de abordar los nuevos equilibrios y fallos de un sistema donde los movimientos sociales (espontáneos, furiosos) no surgen de las necesidades reales del pueblo, sino del miedo -y, por tanto, de la manipulación política- en una paródica teoría de la conspiración que Anderson maneja peor que lo anterior. Sin resultar manipulador o discursivo (no creo que Anderson quiera hacer otra cosa que comedia, y ese es precisamente el problema), Isla de Perros plantea una teoría de la conspiración que no sabemos si provoca risa o miedo, pero que debido a la distancia con la que hila Anderson, hace perder el equilibrio entre disparate y realidad que tan bien balancea en sus mejores momentos. El autor sabotea entonces lo más importante de todo: la integridad de la historia, gran parte del impacto emocional de la película y, al final, su valor como entretenimiento. Teniendo en cuenta que, en otra de las varias contrariedades que ofrece, la exquisita factura técnica permanece siempre por encima del contenido, lo cierto es que la fábula tampoco se resiente en lo esencial salvo algún bache de ritmo. Los fans de Anderson siguen estando de enhorabuena, y el espectador que desee una película calculadamente original, también.

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