Una de las mejores razones para consolarse de ser español es Galdós. En el amargo exilio republicano, Luis Cernuda escribió un poema, Bien está que afuera tu tierra, que es quizás el mejor elogio del escritor canario:
«Los bien amados libros (...) / En tu tierra y fuera de tu tierra / Siempre traían fielmente/ El encanto de España, en ellos no perdido, / (...) El nombre allí leído de un lugar, de una calle / (Portillo de Gilimón o Sal si Puedes), / provocaba en ti la nostalgia / De la patria imposible que no es de este mundo».
Y es que si antes de Galdós hay un escritor sobre todos, Cervantes, y contemporánea de las suyas una novela mejor, La Regenta, su obra es, en conjunto, incomparable. Galdós funda en el tiempo su propio tiempo, el de una realidad, la española del siglo XIX, que sobrevive convertida en ficción.
Es la forma clásica de salvación de lo real mediante su imitatio artística; el triunfo del arte sostenido por un propósito moral y político. El de Galdós es la recreación de la nación española como novela, una aventura con infinitos personajes, reales y ficticios, a la sombra luminosa de la libertad.
La obra de Galdós sobresale por la claridad de su propósito. En cambio, la vida de Galdós es de una opacidad mineral, de una discreción enigmática. No es que quisiera dejar pocas huellas de su vida particular, es que las borró todas. Y con tal éxito que hasta 1995 no se publicó una verdadera biografía de Galdós, la de Pedro Ortiz-Armengol. Hasta entonces, 300 intentos en vano. Clarín, el más importante de cuantos fracasaron, sólo consiguió que le confirmase una cosa: que nació en Las Palmas.
Y sin embargo, hay un novelón por escribir sobre la familia de nuestro escritor, canariona y goda desde la conquista de las islas a finales del siglo XV, con raigón vasco, raíz castellana, una florida rama cubana y el tronco navegando entre ultramarinos y coloniales. Las clave de la familia y seguramente del destino galdosiano fue su todopoderosa madre Doña Dolores, todo un carácter que marcó indeleblemente la vida de su hijo Benito y a quien seguramente le debemos la creación de un alma frágil y dura, ideal para escribir novelas después de haberlas padecido.
Nació en 1843, noveno y último hijo de un gobernador cesante y en una familia con muchos líos económicos, políticos, familiares y sexuales, vagamente dedicada al comercio. Cuando fue a la escuela, a los ocho añitos, ya era famoso por su habilidad para hacer escenarios de cartón con figuritas de papel. Se conserva su proyecto más ambicioso: un pueblo de plastilina, cartoncillo, piedrecitas y mondadientes, con iglesia y todo.
Estudiante vulgar y escriba precoz, la clave de su adolescencia, tal vez de toda su vida, fueron sus amores con cierta primita cubana, hija natural de una escocesa bastante alcohólica llamada Adriana Tate, que viuda y ya mayor se lió con un joven tío de Galdós y tuvo a María Josefa Washington, más conocida como Sisita. Doña Dolores doblegó el afán matrimonial de Benito y lo mandó a Madrid. Llegó muerto de pena en 1862, a estudiar Derecho, y en la ciudad destartalada y familiar, abigarrada y tumultuosa, paseó todas las calles, husmeó todos los rincones, la miró de arriba abajo y de abajo arriba, a la vez atento y ausente, con un interior tan vacío que cabía todo.
Siete años de periodismo, destacando en el parlamentario, fueron su escuela literaria y política. La consagración de aquel muchacho alto, silencioso, de porte discreto y mirada de alfiler, fue temprana, con La fontana de oro, escrita en el año revolucionario de 1868, y donde ya aparece el maestro en narrar grandes historias de las que no sabemos cómo ha podido enterarse.
Mesonero Romanos, que le influyó bastante en su primera época, acabó harto del saqueo de su memoria, Y es que Galdós, como Cervantes, lo leía todo, hasta los papeles de la calle, y recordaba cualquier cosa que oía. En la memoria primero y sobre el papel luego, todo lo sembraba. ¡Y cosechó!
Liberal de razón y corazón, vivió de cerca los grandes acontecimientos del Sexenio Revolucionario: la Noche de San Daniel, el fusilamiento de los sargentos de San Gil, la caída de Isabel II, el asesinato de Prim, el paréntesis de Amadeo y la proclamación de la I República. En 1873 tenía 30 años pero había visto lo suficiente como para concebir una obra sencillamente monumental: contar en novelas la historia de aquella España disparatada, colérica, perpleja y entrañable. Albareda, su director en El Debate, le dio el título: Episodios Nacionales. Y arrancó novelando un naufragio: Trafalgar, la destrucción en tiempos de Carlos IV de la Marina de Guerra, clave militar de la pérdida del Imperio y cuya batalla conocía por un grumete superviviente.
El año 73 escribe cuatro episodios; el 74, cinco, el 75, otros cuatro; desde 1876 escribe y publica simultáneamente novelas y en 1879 ha terminado las dos primeras series de Episodios –veinte títulos– y la primera parte de su obra novelística, en la que destacan Doña Perfecta, Gloria, Marianela y La familia de León Roch. Lo saluda como maestro el crítico más fino, don Juan Valera, y Pereda, crítico de su anticlericalismo, se convierte en amigo entrañable. Pero lo mejor está por llegar.
En 1881 comienza sus Novelas Contemporáneas con La desheredada; en el 82, publica El amigo Manso; en el 83, El doctor Centeno; en el 84, Tormento y La de Bringas; en el 85, Lo Prohibido; en el 87, Fortuanta y Jacinta; en el 88, Miau; en el 89, La Incógnita y la primera de las novelas de Torquemada: Torquemada en la hoguera. En menos de 10 años ha escrito y publicado diez novelas sencillamente soberbias.
No hay nada semejante en la literatura de lengua española, ni antes ni después. Y por si fuera poco, triunfa en el teatro apoteósicamente con Realidad. Clarín le organiza el primer homenaje y escribe su biografía literaria y Juan Valera lo hace académico en 1889.
Viaja por toda España y casi toda Europa; mujeriego crónico y solterón empedernido, sus aventuras galantes recorren la escala social, desde Lorenza Cobián, una asturiana modelo de pintor, analfabeta, a la que pone piso y con la que gusta llamarse Sisebuto, hasta la suntuosa y magnífica Emilia Pardo Bazán, admiradora, amiga, amante y deliciosa corresponsal. Sostuvo económicamente a varias mujeres y tuvo algunos hijos, pero ocultos.
Sacaba tiempo para todo: del 92 al 96 puso sitio al teatro -La Loca de la casa, La de San Quintón, Los Condenados, Voluntad, La feria, adaptaciones de Doña Perfecta y Gerona-. Y no dejó descansar a la novela: Angel Guerra en el 91; Tristana en el 92; Torquemada en la cruz, en el 93; Torquemada en el Purgatorio, en el 94; Torquemada y San Pedro, Nazarín y Halma, en el 95; Misericordia y El Abuelo en el 97. Rompe con su editor y en 1898 se va al País Vasco para iniciar con Zumalacárregui, la tercera serie de Episodios.
El Desastre lo angustia como patriota y lo aboca más a la política. En el 90, Sagasta lo había hecho elegir diputado por Puerto Rico, pero no abrió la boca en Las Cortes.
En 1901, el estreno de Electra, del que sale a hombros, lo convierte en símbolo político del anticlericalismo. Publica episodio y estrena obra, una, dos y hasta tres veces al año. En 1905, la Academia sueca sugiere que presenten su nombre para el Nobel, pero la vileza del clericalismo político lo impide. En 1910 es elegido diputado en la coalición republicano-socialista, una radicalización política espejo de su pesimismo y paralela a su decadencia física.
En 1912 termina el último de los Episodios, Cánovas, y pierde totalmente la vista. Tiene a Marañón como médico, es pobre después de tanto trabajo y lo ayuda una suscripción pública. La última mujer, maestra joven y lazarillo, es enigmática hasta en el nombre: Teodosia Gandarias.
En enero de 1919 sale de casa para inaugurar su monumento en el Retiro, obra de Victorio Macho. Cuenta Federico Carlos Sáinz de Robles, presente en el acto: "Ante la emoción de todos los asistentes (...) Don Benito hizo que le subieran al plinto y con mano morosa fue acariciando su figura en piedra, como si sus dedos tuvieran ojos para contemplarla". ¡Cómo no llorar! Tras despedirse de sí mismo, Galdós se despide de Madrid con los ojos de la memoria; en agosto da su último paseo por Moncloa y el Parque del Oeste. Muere anciano, pobre y ciego un 4 de enero de 1920. El entierro, apoteósico.
Pero como dejó escrito Cernuda, Galdós vive:
«Hoy, cuando a tu tierra ya no necesitas, /Aún en estos libros te es querida y necesaria, / (...) La real para ti no es esa España obscena y deprimente / En la que regentea hoy la canalla, / Sino esta España viva y siempre noble / Que Galdós en sus libros ha creado. / De aquélla nos consuela y cura ésta».
Capítulo del fragmento del libro Los nuestros de Federico Jiménez Losantos dedicado al escritor canario.