D. Emilio Castelar ya murió.

Y desgraciadamente no dejó una escuela imperecedera de su oratoria, ya que a la vuelta de la esquina empezaron a aparecer rucios parlantes y afiladas espadas, y salvo excepciones honrosas como Canovas del Castillo, o D. Niceto y después Azaña, poca cosa nos quedó de belleza verbal, que aunque política se envolvía en envases de parfum Francés, que hacían mas agradables las mentiras.

Ahora, escuchar discursos a los políticos, o seguir diatribas en el parlamento, es garantía de somnolencia, cuando no de aburrimiento inclemente, por que a las mentiras sólo las envuelven papel de traza, de ese que en mercados de baja estofa envuelven las pescadillas, y que ni siquiera puedes usar de higiénico alivio.

Ayer me tocó oir algunos, y esa ocurrencia, me demostró lo que digo, por un lado los discursos romos de los políticos en ese mercadillo que se montaron para festejar esa cosa amortizada, llamada constitución, por otra esos discursos un poco plúmbeos, y vacíos de esa energía “engrescadora”, que un discurso a personas predispuestas necesita.

No es que vaya a la iglesia mucho, que de eso tiene también la culpa lo mismo, por que no es igual escuchar “la palabra” que invite a la reflexión, al examen de conciencia, y sobre todo impela a entregar tu culpa al confesor y cumplir tu penitencia, si no que invita a mirar la puerta, esperando con ansias el, Ite Missa est, para echar el vermouth.

La palabra mueve a la gente, la gente necesita guías, encontrar el camino, ayuda espiritual o que conmueva un espíritu cada vez mas calcinado por la realidad fétida que nos abruma, pero si se encuentra con algo diluido, aguachirri, insípido, lo que te impele es a mirar la puerta, o a pensar en los montaditos de cualquier “casa Pepe” que se precie.